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El juego se convirtió en un escape y en un motivo en el que terminamos siendo cómplices, padre e hijos, y nos acerca con cada patada, aunque suene contradictorio. Lo único que gastamos es sudor y suela y esa es una de las mejores inversiones que alguien puede hacer.

06 Marzo de 2024 15.50

A Josemaría y Agustín

Yo quiero ir contigo”, me escribió mi hijo por Instagram cuando se enteró que el Barcelona invitó al Deportivo Quito a jugar en la Noche Amarilla. Para cualquier mortal esto no sería importante sin saber que él, por cosas del destino, vive en Guayaquil y nunca tuvo la suerte de ver jugar al Deportivo Quito. La idea no era ir a ver al Barcelona, que sería lo lógico para alguien que vive lejos, sino aprovechar que jugaban un partido que probablemente no se repita en años para ir al estadio (aspiración del hijo) y estar juntos (aspiración del padre). El fútbol era solo el pretexto. 

La infinita importancia de esa noche, como los días trascendentales que de vez en cuando tenemos los seres humanos, radica en que ese fue el día en el que entendí el motivo por el que me gusta tanto, irracionalmente, el fútbol. 

Ese sábado llegamos ataviados de los colores reglamentarios. Había que ir con el atuendo correspondiente, como quien se pone traje y corbata, ya que esa es la mejor forma de hacer recuerdos en el estadio: la barra, los gritos por el Deportivo Quito, el ambiente, el amor por los colores, las empanadas de morocho. Sin duda el fútbol solo era encontrar un espacio para compartir y sentir esas cosas que nos marcan para toda la vida. 

El hecho de ser padre y de ser hijo se resumía en ese instante. Si además hay goles, mucho mejor. Ese día el Quito ganó. Pero más allá del resultado, el Quito y el fútbol solo fueron el pretexto para estar juntos. Para ser felices en el único lugar que tenemos en común las generaciones de hinchas: su abuelo, en algún momento de su vida estuvo ahí y fue feliz, porque gritó un gol. Lo mismo el padre, gritando hasta las lágrimas. El hijo, supongo por su cara de felicidad, también. El estadio se convierte en un punto de conexión que se une a pesar de que el tiempo siga pasando. Además de la sangre, tenemos en común un grito y un lugar.

Estar en el estadio es estar en el lugar correcto en el mundo, es lograr tener la capacidad estratégica de no poder pensar en otra cosa. El fútbol son los cánticos, las emociones, el sufrimiento que el deporte genera al hincha, pero sobre todo es el pretexto que junta alrededor de una pelota a padres e hijos, generación tras generación. Pocos sitios tienen este privilegio. Por eso es el mejor deporte que existe. No solo es la discusión sobre la alineación o si fue offside o no. También es ir al mismo estadio donde estuvieron los abuelos y bisabuelos haciendo lo mismo. 

Luego, patear una pelota también es compartir una cancha, una botella de agua, un morado en la canilla. Son los amigos y los hijos jugando juntos. Es ver cómo el que un día lloraba porque le quitaste la pelota ahora es más rápido y fuerte que tú. Ir a la cancha es la justificación para estar juntos y desafiar al papá. El lugar en el que somos iguales porque llevamos la misma camiseta. 

El fútbol es el pretexto para una conversación luego del partido (o durante también). El juego se convirtió en un escape y en un motivo en el que terminamos siendo cómplices, padre e hijos, y nos acerca con cada patada, aunque suene contradictorio. Lo único que gastamos es sudor y suela y esa es una de las mejores inversiones que alguien puede hacer. 

No hay nada más bonito que compartir ese abrazo que protege al padre viejo, de la lluvia de emociones que significa compartir un gol hasta las lágrimas. Es jugar juntos y volver a los orígenes. El fútbol es quizás uno de los pocos lugares comunes que nos quedan porque los hijos cada día crecen. A veces los puntos en común, con hijos adolescentes, son pocos, pero con el tiempo vamos encontrando esos espacios para seguir compartiendo la vida. 

No es el Deportivo Quito, no es la camiseta, ni siquiera es el fútbol. Es el pretexto. (O)

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