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La república en nuestros días es el escenario en que se representan, de tiempo en tiempo, concursos de habilidades de individuos denominados “candidatos”, que piden el favor popular en función de la simpatía que despiertan, cuidando no decir nada que aluda a lo que realmente harán una vez instalados en el poder.

31 Agosto de 2022 16.26

Son supuestos básicos de la democracia representativa: (i) que el pueblo elige a los mejores para que cumplan el plan de gobierno que ofertan en una campaña; (ii) que los gobernantes son mandatarios legítimos de los ciudadanos;(iii) que el poder que ejercen no les pertenece; y, (iv) que deben rendir cuentas concretas del uso de ese poder, ya sea como gobernantes o legisladores.

En Ecuador y en buena parte de América Latina la actividad política constituye un desmentido persistente a esos supuestos básicos, al punto que cabría preguntarse si lo que vivimos es un sistema democrático o un limitado, precario y burlesco electoralismo. Y si, tras las ideologías de los partidos y movimientos -que son, en realidad, literatura de dudosa condición que suplanta a la realidad- solo existe un populismo que se ha articulado a la perfección con el clientelismo y el caciquismo originados en nuestra más rancia tradición.

Las prácticas electorales y los estilos gubernamentales son evidentemente conservadores, en el sentido de que tanto las derechas como las izquierdas tratan de mantener las actuales condiciones. Las unas y las otras militan con firmeza por la teoría de los “derechos políticos adquiridos” y de la intangibilidad de sus poderes, sin preocuparse por lo esencial: la legitimidad moral del sistema que tantas ventajas les brinda.

I.- El marketing político o la venta de imágenes redentoras

Las campañas electorales se centran en las personas, no en las ideas, en los gestos y no en las propuestas. Las propuestas simplemente forman parte de la “agenda electoral”, que después quedará sustituida por otra distinta y usualmente contradictoria: la gubernamental.

Todo marketing político tiene la finalidad de persuadir a los electores, pero con facilidad se puede advertir que los esfuerzos de esa técnica nunca van en dirección de las acciones reales que tomarán los futuros mandatarios o legisladores. Los esfuerzos se concretan, predominantemente, en resaltar las “virtudes” del candidato, su trayectoria, discurso, modos, vestuarios, sonrisas y su maquillaje. De allí que las pantallas se llenen de puras imágenes de personalidades políticas. De allí los rostros en camisetas y en gigantografías. 

Se produce, por lo tanto, una “personalización de la política”, es decir, lo contrario de lo que propone la teoría de la democracia, que es, precisamente, la despersonalización de la autoridad y la institucionalización del poder. El mercadeo electoral produce, en la práctica, resultados contrarios a la teoría misma del republicanismo.

En el mercadeo político, la “imagen” es lo que juega. Es lo determinante. El mensaje que se envía al “consumidor-ciudadano” no contiene una propuesta real de gobierno, ni consiste en una idea, lo que significa que la campaña se queda en la superficie. El efecto es que, como decía Giovanni Sartori, el “hecho de ver suplanta al hecho de pensar”. En las campañas, los electores “ven” propaganda, ya sea que consista en entrevistas preparadas, espacios políticos contratados, eventos electorales, discursos que aunque se los escuche, en realidad, resaltan agresivamente la imagen del candidato. Cuenta en ellos más sus perfiles, más sus palabras que sus ideas. Y si se manejan ideas, son de tono puramente electoral, es decir, apropiadas para “ganar” las elecciones y no para gobernar a una república, porque una de las cosas “políticamente incorrectas” en esta materia es decir la verdad.

Desde la perspectiva del elector-receptor del chubasco propagandístico, la opción no es “pensar” en una propuesta. La opción que se le deja es “simpatizar” o no con una cara, con un estilo, con una persona. Nada más. El ciudadano asume la calidad de consumidor. Por eso, el marketing político ha pervertido a la democracia, la ha mercantilizado. El soberano, en tales condiciones, ya no es “pueblo de ciudadanos”, es “público de consumidores”, ávido de novedad, espectáculo, chismografía y escándalo.

La reiteración sobre la imagen del candidato ha desplazado a los debates,  los contenidos y a las propuestas. Se trata de “campañas de ver”, de estrategias para impresionar. No son campañas hechas para pensar, ni para convencer por la vía de la lógica tradicional. Acá opera la lógica subliminal del escenario. Actúa un carisma prefabricado y tremendamente sofisticado. Se trata de llegar al punto sensible de los electores que, además, en buena parte son grupos sociales de “video-dependientes”, condicionados por la propaganda y proclives a toda suerte de mercadeo.

II.- Articulación entre mercadeo y populismo

Como se trata de campañas de personas en las que el partido político sirve de telón de fondo -actuará después del triunfo-, esta tendencia se ha articulado a la perfección con la tradición populista del Ecuador. El marketing ha afianzado la vocación caudillista de la política nacional, la ha dotado de herramientas modernas, sofisticadas y científicas. Es un interesante caso de asociación entre el populismo de viejo cuño y la novísima profesión de los vendedores de imagen. 

Si antes el carisma era magia personal del caudillo, explotada intuitivamente por éste, como en el caso de Velasco Ibarra, hoy el carisma es producto de feria al alcance de toda suerte de candidatos. Se construye carisma a la medida, como se pronuncian discursos en función de lo que el auditorio quiere escuchar. También se elaboran personajes ajustados a la imagen que el consumidor quiere ver en su pantalla.

Las campañas modelan a la ciudadanía, de modo que se produce una inversión política compleja: no es el candidato quien articula y expresa las tendencias de la comunidad, es ésta la que se acomoda a los mandatos implícitos en la formación de caudillos en función de las artes del mercadeo. Claro está que el candidato debe tener las condiciones apropiadas, pero lo determinante es que las campañas 'moldean' ciudadanos a la medida de las necesidades políticas de las cúpulas. Es el arte de hacer consumidores de candidatos y candidatos que ganen.

El populismo criollo, primario y bastante rudo, se ha refinado en las manos de los formadores de opinión electoral y en la de los inductores de la conducta de las masas. La ciudadanía -que se supone es titular del poder y la que confiere el mandato político- es, en realidad, un cliente que actúa condicionado por la propaganda. No es la ciudadanía la que lleva la batuta en el proceso de atribución del poder; los que lideran este proceso son el candidato, sus asesores y los partidos que actúan detrás. Se ha producido así una especie de expropiación de la libertad de elección.

III.- El tema fundamental.- El tema fundamental no es cómo construir propuestas de gobierno. No es discutir problemas para que los electores afinen sus decisiones en función de tesis. El asunto pasa por la idea esencial de crear opciones de personajes con posibilidad de ganar. El populismo referido antes al carisma personal de un caudillo ha encontrado en estas prácticas un refinamiento que no le era propio. Es por eso, quizá, que la espectacularidad, el show, la teatralidad le ganó la partida a la ideología.

Los resultados de todo esto, en materia electoral, son ciertamente exitosos: gana el candidato con mejor mercadeo. Pero en materia gubernamental son un desastre, porque el producto se agota con la venta de imagen y, generalmente, la función le desgasta velozmente, le desnuda y  quita la máscara que se puso para ganar. La sensación de abandono que acompaña a los gobernantes poco después de ganar, cuando las orejas del lobo de la realidad aparecen, probablemente se deba al abrupto contraste entre la fiesta mediática de la campaña y el descenso a las veredas polvorientas del país de verdad.

En estas condiciones, la república no es, en modo alguno, el escenario de racionalidad política, justicia y administración eficiente soñado por los fundadores de la democracia representativa allá por el siglo XVIII. La república en nuestros días es el escenario en que se representan, de tiempo en tiempo, concursos de habilidades de individuos denominados “candidatos”, que piden el favor popular en función de la simpatía que despiertan, cuidando no decir nada que aluda a lo que realmente harán una vez instalados en el poder. Si le queda alguna duda, estimado lector, observe con cuidado el desarrollo de la campaña… y entonces hablaremos. (O)

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