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A la memoria de Angélica Vaca Hervas y de todas esas madres.

09 Noviembre de 2023 09.01

En los últimos meses varios amigos cercanos han enterrado a sus madres. No soy capaz de sentir la intensidad ni la forma del dolor que los embarga desde entonces, pues aún conservo a la mía aquí entre nosotros, pero intento comprenderlos e imagino quizás que su sufrimiento tiene mucho que ver con el miedo infantil y natural a la orfandad, con el desgarro del alma ante la ausencia que termina por desbordar el espacio de la que fue su presencia o, tal vez, con esa ansiedad que anida en el corazón por volver a escuchar su voz o sentir sus caricias o verla sonreír ya no solo en sus recuerdos conscientes o en las fotografías que les quedan en casa sino, sobre todo, en los sueños, que serán su enlace por el resto de sus vidas.

Me resulta imposible volver a los recuerdos de mi infancia sin encontrarme en el camino con la imagen bondadosa y frágil de Angélica, una mujer bella y simpática de risa contagiosa que tenía una voz que para mí siempre estaba de broma, y aunque guardaba una pena honda y seguramente lloraba mucho por las noches, durante el día yo solo la veía feliz y con la casa siempre llena gracias a sus cinco hijos (yo me convertía en el sexto hijo durante los fines de semana o vacaciones cuando el menor de todos, Luis Miguel, mi amigo de toda la vida, me invitaba a pasar con ellos). Los mayores, que entraban en la adolescencia, se divertían con nosotros y también a nuestra costa, nos llevaban al estadio Atahualpa a ver a Liga, nos hacían jugar fútbol, nos enseñaban a torear de salón o nos dejaban participar de sus fiestas jóvenes, de sus guitarreadas y de sus bailes. 

De esa casa de El Quiteño Libre, enorme, hermosa, surcada por jardines y flores, tan añorada, solo tengo recuerdos felices.

Pero el recuerdo de Angélica está también en mi adolescencia, en las imágenes de todas aquellas tardes que pasaba junto a mi madre en nuestra casa de El Inca, mientras nosotros hacíamos diabluras de jóvenes por todo el barrio. Ahora que me ha dado por volver en el tiempo caigo en cuenta de que ese concepto del “barrio”, tan propio de nuestra niñez, va desapareciendo en gran parte de las ciudades grandes. ¿Será cuestión del crecimiento de estas urbes descomunales o tal vez de una forma distinta de vida que ha cambiado el barrio por las pantallas de las nuevas tecnologías?

En todo caso, regreso a esos días en las que las dos mujeres, jóvenes aún, llenas de hijos ambas y, en consecuencia, colmadas también de problemas, angustias y dichas, conversaban y reían o lloraban y compartían sus secretos delante de una taza de café, siempre con un cenicero de por medio y con colillas de cigarrillos que se amontonaban durante horas. Habían sido amigas inseparables desde que mi madre llegó al Ecuador con apenas diecinueve años, sin conocer a nadie más que a mi padre, para casarse como Dios manda, por la iglesia y el mismo día de su arribo, en Ambato, la ciudad de nacimiento de Angélica y de mi padre (que son parientes como lo somos buena parte de los ambateños), y así emprender una vida en un país lejano y extraño en el que ya lleva más de cincuenta y seis años. Eran, como las recuerdo, confidentes, cómplices, hermanas…  

Me pregunto ahora cuando veo a tantos amigos en este trance: ¿Cómo se llena el vacío ante la pérdida de una madre? ¿Es posible llenarlo alguna vez o esa ausencia se convierte a partir de aquel punto de inflexión en una compañera inseparable? 

Khaled Hosseini, autor de esa maravillosa novela titulada 'Mil soles espléndidos', dice precisamente: “El dolor de su ausencia era su compañero inseparable, como el dolor fantasma de un miembro amputado.”. 
 

Quizás es eso lo que sienten mis amigos ahora mismo, esa gente cercana y entrañable que en el círculo natural de la vida debe enterrar a sus padres y se entregar a atesorarlos en su memoria y a invocarlos en sus sueños, porque la vida sigue de este lado y ya llegará el tiempo en el que nuestros hijos o seres queridos se verán obligados a hacer lo mismo, cuando seamos para ellos tan solo la ausencia que ocupará el espacio de nuestra presencia.

A la memoria de Angélica Vaca Hervas y de todas esas madres…

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