Dos amigos y un menú auténtico
Viajes, humor e ingredientes locales se mezclan en una carta que nació de la amistad, el tropiezo y la idea de contar Ecuador con un sabor inesperado. De la Llama es una propuesta para celebrar a los Andes desde sus raíces gastronómicas, con una mascota que recoge esa identidad con humor.

Daniela García Noblecilla Editora digital

Una historia entre amigos dio origen a un lugar muy atractivo de la escena gastronómica quiteña. De la Llama empezó como una idea en una conversación, cocinada a lo largo de más de una década de amistad y sociedad. Actualmente, es un restaurante de comida contemporánea que busca resaltar los sabores ecuatorianos de diversas maneras. 

Sus fundadores, Felipe García y Francisco Eguiguren, comparten una química que va más allá de los negocios. Se conocen desde 2003, cuando eran universitarios e iban en bus hacia el Valle de los Chillos, un trayecto que inició un vínculo que años después se convirtió en empresa, cocina y sabor. 

Francisco estudió Administración de Empresas y venía de la industria licorera familiar, en la empresa Román Liquors. Mientras tanto, Felipe, que es chef, había hecho del mundo su escuela: Italia, Galápagos y la Patagonia chilena moldearon su paladar y le dieron la misión de contar culturas a través de la comida

Cuando se encontraron en Quito en 2014, las realidades eran distintas. Felipe regresaba al país con la idea de construir algo propio en la cocina. Y Francisco acababa de quebrar con su negocio de mote y fritada. Pero en lugar de frenar el plan, empezaron con un catering y con muchas ganas de trabajar. Arrancaron con salsas y almuerzos saludables a domicilio por US$ 4, en tappers reutilizables. La sostenibilidad no era moda, era su forma de trabajar y lo es hasta el día de hoy.

A finales de 2016, entre el aumento del IVA y la inestabilidad tras el terremoto de Manabí y Esmeraldas, el negocio de los almuerzos cayó de golpe. "Ya no querían pagar más (...) Eran baratísimos, no le hicimos muy bien los costos y quebramos. Se acabó el negocio". 

Sin opción de pausa, volvieron al catering más exigente. Atendían rodajes de películas a las 3 de la mañana, desayunos a las 6, almuerzos a las 2 de la tarde y cenas a las 7 de la noche. Sostuvieron el proyecto desde una cocina de producción pequeña pero bien equipada, levantada con una inversión inicial de US$ 20.000, dentro de una casa vieja. Fea, agrietada, pero funcional, dice Francisco. Lo que importaba era la sazón, no las paredes.

Cuando todo estaba cuesta abajo, se dieron dos caminos: cerrar o jugársela por última vez. Apostaron por la segunda y así nació De la Llama, un restaurante con mejores costos, más orden y una misma esencia: comida sin pretensiones. 

El primer local apareció cuando todo era resistencia creativa y nómina de amigos sin sueldo. Era en el mismo lugar, en la Pasteur y París, armado literalmente con las manos. Sin presupuesto para mobiliario, estos panas construyeron sus propias mesas y bancas. Fueron cuatro mesas, de 16 puestos en total. Chiquito, frontal, sin adornos. Pero al mes ya se llenaba. La gente llegaba primero por curiosidad, por el nombre divertido, por la llama que "llama", por el guiño meme. Y se quedaba por el sabor, cuentan.

Fue bautizado así por una mezcla de propósito y personalidad. Celebrar los Andes desde productos locales, con una mascota que representara esa identidad andina con humor. Felipe aportó el mundo en su paladar después de años viajando y Francisco puso el empuje de quien ya había perdido, aprendido y decidido volver a intentarlo.

En abril de 2017, con el restaurante ya andando, ubicaron un espacio arrendado cerca de la República del Salvador, en la calle Suiza. Empezaron ocupando solo una casa y, poco a poco, sumaron la segunda, con patios, bodegas, oficinas y un cuarto para el equipo. Hoy, Felipe está desde la cocina, Francisco desde la administración y la atención al cliente, como al inicio—uno cocinaba, el otro servía, cobraba, lavaba y cerraba el local.

Encontraron un lugar vivo, conectado, rodeado de hoteles, oficinas y viajeros. Apuntaron a extranjeros y ejecutivos, muchos de los cuales ya los conocían por los almuerzos que entregaban antes. La propuesta dejó de ser "solo almuerzos" para convertirse en una experiencia real, de producto local bien contado, servicio cálido y comida poderosa. 

"Es una nueva forma de presentar comida ecuatoriana. Entonces, añadimos los ingredientes locales de una forma diferente que la gente no se esperaba. Tal vez utilizando recetas de otras partes del mundo o técnicas de otros lados con tal de lograr un resultado distinto, super rico, tal vez más atrevido que la cocina tradicional (...) Ahora, obviamente, hay muchos restaurantes que ya se parecen a esta propuesta, pero en ese tiempo fuimos los únicos. Ya han pasado nueve años, ya nos conocen", dice Felipe. 

Los sabores

Como platos emblemáticos de este sitio, hay varios. Pero estos socios nos presentaron tres propuestas para degustar. El pato está acompañado con mote pillo de granos andinos —chocho, quinua y mote— molidos hasta lograr una base cremosa donde no se distinguen los ingredientes, pero sí el sabor a mote; encima, pato confitado 24 horas en cocción lenta y terminado a la parrilla, con una salsa tipo hoisin inspirada en Asia, hecha con panela y maní, dulce, salada y ligeramente ahumada. 

Tostadas de grillo con trucha y sandia fresca. Foto: Pavel Calahorrano Betancourt. 

El postre que cierra la experiencia es un pie de colada morada, ligero, especiado y con muy poca azúcar, acompañado por un helado de cedrón real, hecho con hojas del árbol, fresco y aromático, que equilibra el calor de la morada sin opacarlo. 

Y para compartir, las tostadas de grillo, crujientes y divertidas, coronadas con trucha local, láminas de sandía que refrescan el bocado, guacamole y un ají de rocoto fermentado 15 días, ahumado en brasa y molido a mano, picoso y tenue.

Producen entre 10 y 12 fermentados que dan personalidad a la carta, desde ajíes hasta salsas con tiempo y paciencia. Y también está su bebida estrella: el kéfir de agua, un elixir andino con chispa moderna, fermentado con microorganismos que se nutren de panela y luego se mezclan con jengibre, guayusa u hojas de arrayán, embotellado como una cerveza para lograr burbujas naturales. Cada mes salen unas 250 botellas, raciones líquidas que nunca alcanzan. Les tomó casi dos años estabilizar, es ligera y refrescante.

El ticket promedio de De la Llama es de US$ 20. En 2024, tuvieron ingresos por US$ 426.000. Actualmente, cuentan con 19 colaboradores y el restaurante tiene 90 puestos. 

La decoración es un manifiesto visual de origen, humor y pertenencia. Es un espacio lleno de color, donde murales de gran formato, hojas tropicales y ladrillo visto se combinan con llamas ilustradas, pintadas y esculpidas en cada rincón del local. 

Pie de colada morada con helado. Foto: Pavel Calahorrano Betancourt. 

Nada es demasiado serio. Crece como un collage vivo formado por regalos, recuerdos y objetos que llegaron de viajes, de amigos, de familia y, sobre todo, de sus propios clientes—cuadros, artesanías, figuras y hasta guiños pop que encontraron hogar aquí.

Actualmente, la historia sigue mutando con la apertura de su segundo proyecto, El Gato Bastardo, un restaurante más atrevido, fresco y pensado para la generación joven, más asiático, con capacidad inicial para 20 puestos y una propuesta distinta que tiene una inversión de US$ 30.000. La inauguración oficial está prevista para enero. 

A veces, los mejores proyectos no empiezan perfectos. Empiezan calientes. Empiezan con amigos. (I)