Julissa Villanueva Periodista
Llegar a Casa Julián, dentro del Hotel del Parque en Samborondón, es como entrar a una burbuja lejos del ruido, de la ansiedad citadina y del eterno checklist de pendientes que cada uno carga en la cabeza. El camino entre árboles, la luz cálida y el silencio del parque preparan al cuerpo para algo que no es solo ir a comer, sino desacelerar.
Al cruzar la puerta de madera, la casa recibe a los comensales con una mezcla curiosa, porque se siente histórica, pero viva.
En Casa Julián, que fue incluida en la prestigiosa lista de los 50 Best Restaurants de Latinoamérica y que en octubre de 2025 recibió la primera Llave MICHELIN, la historia es importante, pero en esta temporada el protagonismo lo tiene la mesa, con un menú de tres tiempos que explora la memoria costeña.
El recorrido comienza con una tríada de entradas, entre mollejas de ternera, atún ahumado y muchines.
Esta experiencia de presentación de menú se desarrolla en un salón privado que funciona casi como un boardroom gastronómico. Una mesa alargada para ocho, sillas tapizadas en verde botella, lámparas colgantes de fibras naturales y un gran espejo dorado conforman un espacio pensado para reuniones ejecutivas, cierres de año, presentaciones o celebraciones discretas.
Dos representantes del restaurante están allí, al frente, listos para guiar la degustación. Por un lado, está el chef ejecutivo, Santiago Nieto, quien cuenta que la carta ha sido desarrollada junto con su equipo con una intención clara de honrar el producto local, las tradiciones y costumbres de la costa ecuatoriana, pero pasadas por el filtro de la alta cocina y técnicas contemporáneas.
Por otro lado, Michelle Martillo, directora de Alimentos y Bebidas de Hotel del Parque, se declara fan confesa de los muchines, al tiempo en que repite las reseñas de los clientes que le dan identidad al lugar.
"Aquí uno llega, se sienta, come, se queda conversando, y no está pensando en qué pasa afuera. A veces hay música en vivo; otras veces se ambientan según el grupo, como el tango, por ejemplo". El resultado es una invitación a desconectarse, incluso a quienes, como ella, están trabajando allí.
Primer tiempo
Las mollejas de ternera asada con puré de coliflor llegan doradas, con bordes crujientes y centro suave. La coliflor, trabajada como crema sedosa, baja el volumen de la grasa natural de la molleja y deja que aparezca un sabor limpio, casi elegante, de un corte que suele ser visto como difícil.
A un lado, el carpaccio de atún ahumado con pangora propone otra combinación, en donde las láminas delgadas de atún rodean el centro del plato y la pangora se acumula como núcleo salino y jugoso como base.
La indicación del chef es simple: hay que romper el centro, mezclar, dejar que el mar se una en un solo bocado. El ahumado es sutil y la textura de la pangora, directa. El resultado es un plato frío que no depende de salsas pesadas, sino de la materia prima y el corte.
Completa el primer tiempo un guiño a la cocina popular costeña con muchines de yuca, longaniza ahumada y sal prieta.
La masa de yuca es ligera, no gomosa; la longaniza aporta grasa y humo; la sal prieta remata con su textura terrosa. Es un bocado reconocible para cualquier ecuatoriano, pero afinado para el contexto de un restaurante de alta cocina.
La bebida acompañante es de la casa: Ron Julián, con maracuyá y naranja, muy cítrico y refrescante, con una capa superior de vermut rosso, sirope de hierbabuena y un toque de chocolate amargo de maracuyá al 70%. Un trago que entra suave, pero se queda dando vueltas en la memoria.
La distinción que llegó desde París
Mientras la noche avanza, la conversación se desplaza hacia la proyección internacional del restaurante. Surge entonces Mesa y Sabores, un evento que se realiza allí al menos tres veces al año y consiste en realizar cenas exclusivas, donde se invita a chefs internacionales con estrella MICHELIN.
Según la Guía MICHELIN, una estrella reconoce a los restaurantes que utilizan ingredientes de primera calidad y preparan platos con sabores distintivos, manteniendo un nivel alto y constante. Esta organización también entrega Llaves MICHELIN para reconocer a los hoteles más extraordinarios a nivel mundial.
En octubre de 2025, Hotel del Parque, operado por Hoteles Oro Verde y ubicado en el corazón del Parque Histórico de Guayaquil, recibió su primera Llave MICHELIN, en el debut del ranking mundial de hoteles de la prestigiosa guía.
Aunque esta distinción se anunció el 8 de octubre en París, el reconocimiento llegó el 3 de diciembre. Es una placa roja, brillante, con el sello inconfundible de MICHELIN y el año 2025 en blanco, coronada en la esquina superior por el ícono de la Llave MICHELIN, una pequeña flor en forma de llave que certifica a los hoteles con hospitalidad excepcional.
Más que un objeto decorativo, es la prueba tangible de que Hotel del Parque entra en el mapa mundial de la guía y se coloca en la misma conversación que las propiedades de lujo más cuidadas del planeta.
Una llave indica 'estancia muy especial' y entre los criterios de evaluación para concederla constan: excelencia en la arquitectura y diseño; servicio, personalidad, valor (coherencia entre la calidad de la experiencia y el precio); y conexión local.
La historia de Casa Julián y su diseño contribuyeron a este reconocimiento. Inaugurado en 2017 en un edificio patrimonial del siglo XIX restaurado, el hotel se ha posicionado como referente de lujo auténtico y sostenible, con solo 44 habitaciones inmersas entre jardines, fauna nativa e historia. En ese escenario, funciona como la pieza gastronómica clave de la propiedad.
Antes de ser restaurante, esta casa fue hogar. A principios del siglo XX se levantaba en la esquina de Nueve de Octubre y Malecón, en Guayaquil, mirando de frente al río Guayas. Ahí vivió el Dr. Julián Coronel Oyarvide, un médico brillante que ayudó a fundar la Facultad de Medicina de la Junta Universitaria de Guayaquil en 1877.
Entre consultas, clases y cirugías, su casa era símbolo de época con fachada elegante, grandes ventanales de chaza, esa opulencia de ciudad en pleno auge.
Décadas después, cuando el Guayaquil moderno empezó a comerse al antiguo, la casona estuvo a punto de quedar solo en la memoria. Pero en 1987 fue donada al Banco Central y comenzó una operación casi quirúrgica: desmontarla "plancha por plancha" y trasladarla al Parque Histórico.
Hoy, ya no mira al Guayas, sino al Daule, en ese espacio verde y silencioso que es Malecón 1900. El 60% de su estructura sigue siendo original; la fachada conserva sus colores de antaño y al entrar todavía se siente ese eco de casa señorial, solo que ahora, en vez de sala familiar, hay mesas, copas, manteles y una cocina que cuenta la historia de la tierra a través de los platos.
Segundo tiempo
En ese mismo entorno, entre lo histórico y contemporáneo, el segundo tiempo despliega el lado más abundante y compartible de la propuesta.
El meloso de setas engaña a primera vista, porque parece un risotto clásico, pero está construido con otra lógica. El chef Santiago Nieto, nacido en Babahoyo (Los Ríos), que pasó su niñez entre La Troncal (Cañar) y Olón (Santa Elena) antes de asentarse en Guayaquil, nos lleva a la trastienda de la receta y parte de la técnica tradicional. Dice que para este plato, sofríe el arroz con romero y tomillo y prescinde por completo de la crema de leche.
Solo mantequilla y queso. Nada más.
Ese pequeño gran detalle responde a algo muy contemporáneo, que es el miedo del comensal adulto al plato "pesado". Su compañera, Michelle Martillo, explicó el contexto: llega un punto en que uno mira un risotto y piensa dos veces antes de pedirlo. Este meloso busca ser el equilibrio por su cremosidad, sabor profundo, pero ligero, comible "sin culpa" hasta la última cucharada.
Es decir, no se trata solo de lucirse técnicamente; se trata de escuchar al comensal, entender sus miedos, ajustar, reinventar sin traicionar el sabor.
El resultado es un grano suelto, envolvente, con aroma a hierbas y ligereza suficiente para seguir comiendo sin sensación de peso. Es un ejemplo claro de cómo la técnica puede corregir aquello que muchos asocian con "plato pesado" sin sacrificar textura.
A su lado, una pasta rellena de maduros asados en salsa de queso muestra otra cara del territorio. El maduro, tantas veces visto en preparaciones informales, se convierte aquí en relleno principal como dulce, ahumado por el asado, envuelto en una lámina de pasta que se sostiene. Es un plato que se mueve en la frontera entre lo salado y lo dulce, sin volverse postre ni volverse lasaña.
Los platos de proteína cierran el segundo acto con un lenguaje más directo. El costillar con salsa de naranja llega con carne que se desprende con facilidad del hueso, barnizada con una reducción que equilibra acidez y dulzor sin invadir. No es una costilla de parrillada, es una versión pulida pero reconocible.
El pavo con higos en conserva se aleja del estereotipo seco: lonjas jugosas, piel dorada y el contraste de los higos, que funcionan casi como toque de confitería sobre un plato principal. En la mesa también aparecen papas y chauchas agridulces, vegetales al grill y guarniciones que no buscan protagonismo, pero sostienen el discurso de producto local trabajado con respeto.
Aquí la bebida es un ponche festivo, preparado con Ron San Miguel dorado y trabajado a cocción lenta con especias dulces como canela, pimienta y clavo de olor, más jugo de arándanos, zumo de limón y vino blanco. Cálido, profundo y con esa mezcla perfecta entre fruta, especias y acidez justa.
En bloque, componen un segundo acto de sabor contundente y bien calibrado, donde todos los platos salen a decir algo.
Tercer tiempo
Cuando el servicio parecía haber alcanzado su clímax, el chef Santiago Nieto sonríe y lanza la frase que marca un cambio de tono en la mesa: "Ahora llegamos a la parte dulce". Lo curioso es que, acto seguido, confiesa que él no es precisamente "dulcero"; prefiere lo salado, casi no come postres y, sin embargo, tiene que diseñarlos.
Tal vez por eso sus creaciones no se parecen al final clásico de una cena, sino a un epílogo inesperado donde lo vegetal, lo fermentado y lo local desplazan al azúcar como protagonista.
Es el tramo más arriesgado del menú, donde acidez, dulzor y fermentación se cruzan en bocados que explotan distinto en cada paladar.
Sobre la mesa presenta tres postres: dos del menú de temporada y uno ya convertido en fijo de la casa. El menos convencional es, justamente, el que pide dejar para el final, que es una espumilla de reina claudia fermentada, reinterpretación contemporánea del postre quiteño callejero. Aquí se convierte en una espuma fría y ligera que se mezcla con helado y jugo de la misma fruta, semillas de zapallo y capas que hay que romper y combinar para entender el conjunto.
Junto a ellos, la bebida festiva es el rompope tradicional, hecho con huevos, leche, saborizante de vainilla y ron.
El segundo eje del capítulo dulce es el maíz. Santiago habla de él y, sin querer, se le escapa la palabra que lo resume todo: humita. El crème brûlée de maíz, con helado de canguil y crema de queso, sabe a eso, al cruce entre humita, canelazo y postre de restaurante. Dulce, sí, pero con notas saladas, tostadas, casi de merienda campesina elevada.
Completa el trío un juego de texturas de cacao: macambo, mucílago, mousse de chocolate y finas tejas de chocolate, donde la fruta, la pepa y el grano se encuentran en distintos estados. En la parte dulce de Casa Julián, igual que en el resto del menú, el territorio manda. Aquí el cacao, el maíz y la reina claudia no son ingredientes; son la forma en que la cocina termina de contar la historia de esta casa y de esta tierra. (I)