Sólo hay dos clases de seres humanos: los hombres-perro y los hombres-gato. No hay punto medio.
Los hombres-perro son aquellos a los que les gusta ladrar y mover la cola como un ventilador. Son efusivos y están pendientes de ti. Te reciben siempre con mucha alharaca. El hombre-perro también es desprolijo por naturaleza, no le importa dónde deja la pelota o si anda por la casa con las patas llenas de lodo. Tiene una facilidad inmadura para ser feliz y es leal hasta la médula.
Al hombre-perro le encanta estar con gente, con mucha gente, porque no es muy amigo de la soledad. Son los que abrazan fuerte, los que te miran con ojos de yo no fui. Un perro no cuestiona, no ironiza y por eso se jacta de ser "el mejor amigo del hombre". Si le das una galletita, te ama. Y si no le das, también.
El hombre-perro es simple, pero no por eso menos noble. Le gusta la rutina: su caminata, su plato, su siesta, cagar donde sea. Si le das un plan, lo cumple. Si le das una orden, la acata (o al menos lo intenta). Pero ojo, porque también es territorial. Protege a la manada y marca territorio. Se enoja, ladra furioso y sin razón y sale a morder a lo bruto. ¡Tantas broncas estúpidas entre perros que empiezan con el famoso "y tú qué me miras"! Lo bueno es que cuando vuelve la racionalidad, se les pasa rápido y vuelve a jugar y darse vueltas en círculos queriéndose morder la cola. Un hombre-perro nunca te guarda rencor: te lame la cara y listo.
Ahora, los hombres-gato son otra cosa. Son los que entran sigilosos, elegantes, con clase, cuidando cada paso que dan. Los gatos no te necesitan, te toleran. Un hombre-gato es independiente hasta el punto de la insolencia. Los gatos tienen una agenda propia, una vida secreta que no te incluye. Cuando te acarician la pierna con la cola no es amor: es estrategia. Quieren comida, calor o que dejes de moverte para no arruinar su siesta.
Pero los gatos tienen algo que los perros no: misterio. Un gato es un poema de Borges con patas. Nunca sabes qué está pensando ni te da certezas, te da enigmas. Y cuando decide quererte, cuando te elige como su humano, también te da cariño. Porque el amor de un gato no se compra con una galletita, se conquista con tiempo, paciencia y un poco de sangre (según el rasguño).
El hombre-gato no ladra, ¡qué actividad tan innecesaria! El gato maúlla. Son autónomos, pero no porque odien a la gente, sino porque prefieren estar solos. El hombre-gato se cansa pronto de la jauría y vuelve a sus espacios. Va libre por la vida, por eso es arriesgado ponerle un cascabel. Como diría Lope de Vega, "¿Quién de todos ha de ser/ el que se atreva a poner/ ese cascabel al gato?".
El hombre-gato tampoco busca aprobación. Si le lanzas una pelota, te va a mirar con cara de "¿es en serio?". Prefiere pasear por el tejado o subirse a una estantería y observar todo lo que pasa desde ahí. En todo caso, también se junta con los suyos, pero solo cuando quiere, un ratito, lo necesario. ¡Para qué exagerar! El gato siempre tienen un libro a medio leer, una idea rara en la cabeza o un plan que no te cuenta hasta que ya está hecho. Pero cuidado, porque también son frágiles. Un hombre-gato no te va a pedir ayuda, aunque se esté cayendo a pedazos. Al gato hay que dejarle ser, acariciarle cuando quiere y no pisarle la cola. Si lo lastimas, no te perdona tan fácil. Los gatos tienen memoria y uñas.
El hombre-perro vive para conectar, para el roce, para el ruido. El hombre-gato, en cambio vive para entenderse a sí mismo, para el silencio. El hombre-perro te cuenta su vida en cinco minutos. El hombre-gato te mira de reojo, habla poco. Por otro lado, la relación con el perro es clara: le das comida, paseos y cariño y te da devoción absoluta. Es un trato simple, casi infantil. Con un gato, el contrato es un mamotreto de cláusulas ocultas, escrito en un idioma difícil de descifrar. Le pones la comida, el arenero y a cambio el gato te da... lo que quiere, cuando quiere. A veces es cariño, a veces es una lagartija, a veces es un maullido inoportuno a las tres de la mañana.
Si trasladamos esto a las relaciones humanas, vamos a entender que somos distintos. Si pretendemos cambiar al perro y volverle gato, no solo que nada va a funcionar, sino que terminamos desnaturalizando a cada ser. Es importante conocerse a uno mismo y conocer con quien queremos estar. Por eso, ¿tú que eres: perro o gato? ¡Qué dilema! (O)