El poder y la manipulación de la furia nos ha convertido en testigos de la destrucción de las piedras históricas, de los parques y los árboles, de las aceras y las calles. Testigos del humo de los incendios, del tumulto y el desenfreno. El poder de la furia ha transformado a los compatriotas en enemigos; han desaparecido las actitudes tolerantes, y los gestos amables que hicieron de la ciudad y del país un espacio vivible. Ahora, vemos ira en las caras, y escuchamos solamente gritos y consignas. Sentimos en el aire el desconcierto. Las manos son armas que portan piedras, y las palabras son insultos, amenazas, desprecio.
Desapareció la convivencia, la mínima certeza. Han logrado romper la clave de una sociedad, que es la confianza en el otro, en la autoridad y la razón. Han logrado potenciar la intransigencia, y aniquilar la esencia de la democracia, que es la tolerancia. Quienes no militan en el frenesí, han quedado transformados en enemigos, en objeto, no de respeto, sino de venganza, blanco de ofensas. Los que trabajan, prohibidos de trabajar por la autoritaria decisión de dirigentes que explotan el poder de la furia. Quienes no obedecen, que se sometan a las consecuencias. Los que discrepan de las consignas y los cálculos políticos, que se callen. Los que aventuraron su patrimonio en un negocio, que se quiebren, que se pudran, como se pudren los alimentos y las esperanzas.
Hemos visto la explotación de la furia al servicio de los cálculos y del ansia de poder ¿En que quedó la democracia?, ¿en qué quedaron los derechos humanos de los que quieren vivir en paz y trabajar?, ¿qué se hizo la ley, la Constitución? Mentiras, material para discursos, parte de una república de cuento que ha sido incapaz de dotarle a la gente de mínima seguridad. El Estado de Derecho, convertido en papel quemado, en la basura que llena las calles de Quito.
Destruyen la ciudad, y no solo lo material, destruyen el país como sitio de encuentro, como casa de todos. Queman la esperanza en el Ecuador posible, entendido como espacio de diferencias y de acuerdos civilizados, como espacio para construir una democracia imperfecta, pero democracia al fin.
Quedan las ruinas, la ciudad infamada por el odio; quedan las quemazones y el humo de los enfrentamientos. Queda la frustración, y la muerte de la esperanza de que los ecuatorianos podríamos entendernos, discrepar, acordar sin imponer, sin agredir; actuar con franqueza e inteligencia. Queda la terrible impresión de que somos incapaces de dialogar, que no podemos meter el hombro y compartir, que la única vía es el golpe, el alzamiento y el sometimiento a cualquier consigna. Prevalecen la piedra, el grito y la maniobra opaca.
La violencia, la ira, pervierten cualquier ideal, transforman las aspiraciones de equidad en excusas para captar el poder por la vía de la fuerza, y hacen de las masas herramienta tumultuaria, máscara para esconder objetivos políticos.
Yo no me reconozco en este país de bloqueos, gritos, bombas, rabia y desenfreno. Este no es mi país, no es aquel en que soñamos. Es el país pequeñito de la furia y la intransigencia, el de dirigencias sin la talla que impone el drama de un Ecuador que quiere salir adelante, que quiere superar las diferencias y ser espacio de prosperidad, tolerancia y razón.
Ahora, la gran tarea es recuperar la paz, restituir el sentido de autoridad. Restablecer la razón y la sensatez. (O)