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La memoria reciente del Ecuador ilustra a cabalidad la tendencia a convertir al Estado en herramienta de un caudillo, en laboratorio de pruebas de un proyecto fracasado, en espacio de dominación de un grupo. En los últimos años, las instituciones quedaron archivadas, la legalidad perdió fortaleza, la incertidumbre fue la regla, y una burocracia agobiante, la reina.

01 Febrero de 2023 14.48

Muchas patologías aquejan a la democracia. Muchas deformaciones han ocurrido en estos tiempos. Un discurso consistente, reiterativo y primario, ha transformado el Estado de Derecho en una “mentira institucional”. La propaganda ha vendido exitosamente la “pos verdad política”, o sea, la mentira.

El escenario en que vivimos indica que hemos tocado fondo, y que ha llegado el momento, no solo de comentar la noticia y anclarse en el escándalo. Es preciso, además, más allá de la crónica roja,  pensar en los errores y en el sistema problemático y perverso que han construido los partidos políticos y los populistas, hasta hacer del Estado un artefacto que no sirve a los fines de la sociedad, y que solo es útil para el ejercicio de la política, entendida como conquista y usufructo del poder.

I.- La democracia de personas.- Una de las virtudes de la democracia moderna, de inspiración liberal, consistía en que se esperaba que  las instituciones, la división de poderes,  la limitación del poder, y  la responsabilidad política de mandatarios y legisladores, permitirían distinguir y separar el concepto de autoridad -como potestad pública investida de “imperio”-, de la persona que ejerce transitoriamente esa autoridad. En otros términos, el presidente de la república no es dueño del cargo; los asambleístas tampoco lo son, ni los alcaldes, concejales o consejeros lo son. Son simples encargados de ejercer la autoridad. No hay encarnación del poder en un caudillo, no hay redentores con inspiración divina. Hay transitorios delegados, encargados de la función pública, que responden por sus actos. Una suerte de empleados políticos de la comunidad, nada más.

II.-  El fracaso de las instituciones.-  En el Ecuador y América Latina la “despersonalización de la autoridad”, en otras palabras, la  posibilidad de diferenciar entre el policía y la Ley, ha sido un estruendoso fracaso. Y lo que tenemos es una “democracia de caudillos”, y no una democracia institucional. La historia está llena de estos personajes, desde México hasta la Patagonia. Ellos han hecho de los países espacios de poder personal, fundos sometidos a la voluntad de los jefes y sus cortesanos, y han llegado a inaugurar verdaderas dinastías familiares. Los Castro en Cuba; Perón, Evita y sus sucesores en Argentina; Ortega y su esposa en Nicaragua, y más lejos, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay, Trujillo en la Dominicana, Vicente Gómez primero y después, Chávez y sus herederos en Venezuela, y un largo y trágico etcétera.

La memoria reciente del Ecuador ilustra a cabalidad la tendencia a convertir al Estado en herramienta de un caudillo, en laboratorio de pruebas de un proyecto fracasado, en espacio de dominación de un grupo. En los últimos años, las instituciones quedaron archivadas, la legalidad perdió fortaleza, la incertidumbre fue la regla, y una burocracia agobiante, la reina.

III.- El traje a la medida.- La historia constitucional del Ecuador es la crónica de lo que podría llamarse “el traje de la legalidad a la medida de cada jefe”. Las veinte constituciones que ha tenido el Ecuador, salvo alguna excepción, han sido testimonio de la voluntad de poder del caudillo de ocasión. Tras su texto está el retrato del poderoso y el proyecto de su inspiración. Y está la evidencia de que, mientras prevalezca el personalismo, es imposible crear instituciones duraderas. Mientras el jefe no se someta a la Constitución, no habrá constituciones de verdad ni democracia auténtica. Tendremos repúblicas de chiste.

IV.-El gran malentendido.- La democracia de caudillos, el deterioro de la legalidad, la ausencia de una cultura de reglas y la imposibilidad de que enraícen y prosperen las instituciones,  son temas que provienen de las viejas raíces del caciquismo, de la admiración popular hacia los redentores, de la obediencia instintiva al jefe, del sometimiento interesado y de una suerte de “pacto de convivencia” entre la gente que cree en el caudillo y el caudillo que manipula su esperanza.

Cabe entonces preguntarse:  (i) si hay espacio para el Estado de Derecho, para la independencia de los poderes y la responsabilidad política; (ii) la democracia es, de verdad, un valor social?; (iii)  a la gente que vota por el hombre fuerte, le interesa de verdad que el poder tenga límites y que la fuerza radique en la vigencia de las reglas.

V.- La democracia electoral.- La democracia se ha reducido a una sucesión de eventos electorales, a la constante obsesión por los sondeos, a la medición de simpatías y al cálculo de las posibilidades de que  prospere la carrera electoral de cada político. Y por cierto, a la traumática búsqueda de popularidad, y al veto sistemático a toda opción de medidas que, de algún modo, lesionen la imagen del gobernante, diputado, alcalde o presidente de la junta parroquial ¿En eso consiste la democracia? ¿A quién le interesan las instituciones; la gente cree en la ley, o aspira al arreglo de ocasión y al pragmatismo sin límites?

VI.- La táctica del avestruz.- El deterioro institucional induce, a título de defensa de la democracia, a la opción del avestruz: negar los hechos, justificar lo que ocurre porque “así mismo es”, o escandalizarse porque se pone en cuestión un sistema que hace agua por todo lado. La tarea de un demócrata auténtico es asumir la verdad,  buscar y cuestionar  las causas del descalabro, poner sal en la herida, y plantear alternativas. Y señalar, por cierto, que la democracia es mucho más que la “gesta electoral”, que es algo que tiene que ver con la legalidad,  la tolerancia,  la limitación del poder, la fe en las instituciones, el cuestionamiento al Estado entendido como divinidad, la preservación de los derechos y la defensa de las libertades. El respeto a la ley y la absoluta independencia entre las funciones, en especial, el sistema judicial. (O)

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