Laicismo y religión (I)
Consentir a la religión opinar sobre manifestaciones del libre albedrío humano, que el Estado está forzado a garantizar, es imponer inadmisibles fronteras al poder estatal. Este debe mirar a las realidades sociales a la vera de todo misticismo.

Sin perjuicio de que, en su proyección teórica, el "laicismo" lo desarrolla la Ilustración europea y en particular el Enciclopedismo francés, la Revolución francesa lo pragmatiza como nueva forma de despliegue de las relaciones entre el Estado y la iglesia. Hasta antes de emprender en esta "doctrina", las sociedades miraban con ingenua y descuidada naturalidad a la intervención eclesiástica en el quehacer político-estatal. También en todas las expansiones y servicios sociales, como la educación, la cultura, la sanidad, la diversión y cuanto podía ser necesario para inmiscuir a la religión en los modos conductuales del hombre. El hacerlo implicaba una seria coerción al libre pensar y actuar del ser humano, con las negativas consecuencias de ello deducidas, según la historia lo ha demostrado.

En el antiguo régimen, el absurdo llegaba al límite de considerar la confesionalidad del Estado como un axioma no admisorio de objeciones. Algún fraile -de la Orden de los Predicadores, de ingrata recordación por su rol en la Inquisición- asevera que los delitos contra la fe son igual contravenciones contra el Estado. En similar ridiculez asegura que los gobernantes tienen el deber de ser defensores de la fe en tanto "obligados a velar por la seguridad e integridad de la sociedad terrena". Actualmente, tenemos al Catecismo de la Iglesia Católica: "no corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social". Cualquiera sea la interpretación que quepa de la cita, para nosotros el mensaje es claro... la iglesia debe limitar su actuar en las conciencias de los individuos que se lo permitan, pero jamás interesarse en el discernimiento de la sociedad. Lo contrario es un contrasentido, solo defendido por mentes incoherentes.

Consentir a la religión opinar sobre manifestaciones del libre albedrío humano, que el Estado está forzado a garantizar, es imponer inadmisibles fronteras al poder estatal. Este debe mirar a las realidades sociales a la vera de todo misticismo. De ahí que, por ejemplo, rechazar -con ponderaciones religiosas- el divorcio, el aborto y la eutanasia es un desacierto. Similar aserto cabe en relación con el derecho de las personas a ejercer su sexualidad según mejor lo consideren.

Lo expuesto nos trae a la mente a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). En su Contrato Social afirma que Jesús estableció en la tierra un reino espiritual el cual, al separar el sistema teológico del político, hizo que el Estado ya no fuera uno; ello generó "disensiones intestinas que no han dejado nunca de agitar a los pueblos cristianos". Continua su razonamiento sosteniendo que tal doble poder impide toda buena política de los Estados cristianos, siendo que crea confusión en cuanto a quién obedecer: ¿al gobernante o al sacerdote? La solución al conflicto, indiscutiblemente, en lógica y en ética es el laicismo.

El término tiene sus raíces en el vocablo griego laos, traducido "pueblo". Y es que hablar de laicismo es referir a esa masa de seres humanos que gozan de libertad de pensamiento y de acción, llamada a no ser menoscabada por el Estado apelando a miramientos religiosos, cualquiera sea el credo profesado. Todas las religiones aspiran a someter al hombre para ejercer su poder político. Sin perjuicio de otras connotaciones que tienen, en nuestra opinión, la libertad, la igualdad y la fraternidad -postulados de la Revolución francesa- se materializan en la libertad de culto; en la igualdad de las religiones ante un Estado tolerante en cuanto a dogmas, mientras estos no intervengan en su labor sociopolítica; y en la fraternidad entre los ciudadanos, al margen de sus creencias pías o negación de estas.

El sociólogo Salvador Giner de San Julián (1934-2019) elabora en torno a la que denomina "religión civil". La conceptúa como el proceso de sacralización de rasgos de la vida comunitaria mediante rituales públicos, liturgias cívicas o políticas y piedades populares que buscan conferir poder, reforzar la identidad y el orden en una colectividad socialmente heterogénea. A esto debe dirigirse, decimos nosotros, el laicismo. Es decir, a vencer paradigmas aplicados por la "religión tradicional" que sumergen al hombre comprometido con el mundo real... lejos de mantenerlo a flote. Sus obligaciones son ético-sociales y políticas, convocadas a eliminar del proceder lo ajeno a su responsabilidad para con la sociedad y sus congéneres.

Cerremos con Rousseau. En la obra citada refiere a una profesión de fe desarrollada por el soberano a título de "normas de sociabilidad, sin las que es imposible ser buen ciudadano y súbdito fiel". A diferencia de las religiones católica y otras, que imponen dogmas y presionan a creer en lo etéreo, la civil deja en libertad al individuo. Sin embargo, dice Rousseau, el Estado puede desterrarlo, no por impío, sino por insociable, por no ser capaz de amar las leyes, la justicia e inmolar la vida, en caso de necesidad ante el deber. (O)