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Prospera
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En una isla del Caribe hondureño llamada Roatán, conocida por sus playas y arrecifes, existe un lugar que no encaja con el resto del paisaje. No por su arquitectura, sino por su ambición. Próspera es una ciudad privada con reglas propias, creada para atraer inversión y talento global con una promesa tan simple como peligrosa. Aquí las decisiones no se estancan. Menos trámites, menos fricción, menos Estado. Para algunos, eficiencia. Para otros, una advertencia temprana de hacia dónde se está desplazando el poder en el siglo XXI.

15 Diciembre de 2025 09.14

Próspera nació bajo el régimen de las ZEDE, zonas especiales aprobadas por el Estado hondureño con la promesa de atraer capital, empleo y modernización en uno de los países más pobres de la región. Durante años avanzó con respaldo político. Pero el gobierno cambió y, en 2024, la Corte Suprema de Honduras declaró inconstitucional el marco legal que sostenía estas zonas. Desde entonces, Próspera dejó de ser un experimento urbano y se convirtió en un conflicto abierto. Ya no se discute en campañas ni en plazas públicas, sino en cortes y tribunales internacionales.

Los inversionistas detrás del proyecto activaron demandas por alrededor de US$ 10.700 millones, una cifra cercana a la mitad de todo lo que produce Honduras en un año. Dicho sin tecnicismos, si el Estado intenta recuperar control, el costo puede ser asfixiante. El mensaje implícito es claro, desmontar este experimento tiene un precio que un país pequeño difícilmente puede pagar.

Pero Próspera no se explica solo desde Honduras. Se explica desde un fenómeno global. Desde un mundo tecnológico que cada vez con menos pudor cuestiona la capacidad de los Estados para gobernar sociedades complejas. En ese ecosistema se repite una idea incómoda. La política estorba, la democracia demora y la innovación necesita moverse más rápido que las leyes.

De ahí surge la idea de ciudades privadas, de territorios que funcionen como startups, donde las reglas puedan ajustarse con la agilidad de una actualización de software. Es una corriente real que gana fuerza en Silicon Valley y que ya no se limita a escribir manifiestos, ahora construye territorios.

Por eso importa quiénes están cerca de estas ideas. Cuando aparece un actor como Peter Thiel, no estamos hablando de un inversionista cualquiera. Thiel fue uno de los primeros grandes financistas políticos de Donald Trump y es el principal padrino del ascenso de JD Vance, hoy una de las figuras más influyentes de la nueva derecha estadounidense. Ese dato revela algo más profundo. Hay sectores del mundo tech que ya no solo quieren influir en mercados, buscan modificar en el diseño mismo del Estado.

Próspera encaja en ese clima como síntoma. Primero fueron plataformas que reemplazaron servicios públicos. Luego criptomonedas que intentaron reemplazar el dinero estatal. Ahora aparecen territorios que buscan reemplazar reglas. Cuando eso ocurre, el debate deja de ser tecnológico y se vuelve político: ¿quién decide cómo se vive, se produce y se experimenta?

Entonces, ¿qué buscan realmente los superricos en Próspera? Buscan tres cosas muy concretas.

La primera es velocidad. En industrias como biotecnología, inteligencia artificial o finanzas digitales, esperar años por permisos puede significar perder millones. Próspera ofrece un entorno donde abrir una empresa o probar una tecnología toma semanas. En un mundo acelerado, el tiempo dejó de ser dinero y se convirtió en poder.

La segunda es flexibilidad regulatoria. Actividades que en otros países enfrentan debates éticos, sanitarios o sociales, aquí encuentran menos barreras. Por eso alrededor de Próspera aparecen proyectos de cripto, biotech y experimentación médica. Roatán se convirtió en este polo por diseño legal.

La tercera es la más inquietante: ensayar el futuro sin pasar por el consenso social. En Próspera, las reglas no nacen del voto ciudadano ni del debate público, sino de acuerdos privados. La gobernanza deja de ser un pacto colectivo y se convierte en un servicio. 

Aquí aparece uno de los elementos más reveladores del proyecto, la obsesión por alargar la vida. En el ecosistema de Próspera se promueven iniciativas vinculadas a longevidad, terapias experimentales y biotecnología avanzada. Silicon Valley quiere vivir más. La longevidad dejó de ser un tema médico y se transformó en industria. Y como todo mercado emergente, busca territorios donde avanzar rápido. 

El problema es el lugar donde se prueba. Cuando la experimentación sobre el cuerpo humano se desplaza a enclaves con menor control institucional, la frontera entre innovación y privilegio se vuelve borrosa.

El contexto político regional vuelve todo más frágil. En diciembre de 2025, Donald Trump otorgó un indulto a Juan Orlando Hernández, ex presidente de Honduras condenado en Estados Unidos por narcotráfico. Más allá del debate jurídico, el gesto fue una radiografía del tipo de mundo en el que proyectos como Próspera intentan crecer. Uno donde la soberanía de los países pequeños se vuelve negociable, donde la política doméstica puede alterarse por decisiones tomadas fuera del territorio, y donde la justicia deja de sentirse como sistema y empieza a operar como palanca de poder. 

Próspera no depende de Trump, pero existe en ese mismo ecosistema de poder, donde la política local, la justicia internacional y el capital global se cruzan constantemente, y donde los países pequeños suelen jugar en desventaja.

Todo esto nos lleva a una pregunta que Ecuador no puede ignorar. En un mundo donde la tecnología y el capital se mueven más rápido que las leyes, ¿qué pasa con los Estados?

Hay dos caminos. Uno, que los Estados se reformen, se vuelvan más eficientes, reduzcan corrupción y recuperen legitimidad. En ese escenario, estos experimentos funcionan como presión externa, como espejos incómodos que obligan a mejorar. El otro, más peligroso, es que el Estado se vacíe. Que quienes pueden pagar se muden a mejores reglas y el resto quede atrapado en sistemas cada vez más débiles. La gobernanza se vuelve un lujo y la democracia pierde capacidad real de decisión.

Próspera no es solo una ciudad extraña en una isla del Caribe. Es una advertencia. El poder ya no siempre quiere gobernar países. Prefiere diseñarlos.

La pregunta no es si Próspera es buena o mala, es si los Estados están preparados para no volverse irrelevantes en el mundo que viene. (O)

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