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sin novedad en el frente
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La magistral manera en que esta película pinta la angustia y la sinrazón de la guerra, se convierte en una efectiva y airada protesta contra el fanatismo y la brutalidad de hoy, y hace pleno honor a aquella novela antibelicista de hace casi un siglo. No hemos aprendido nada.

23 Noviembre de 2022 11.46

Está en Netflix desde hace un mes la estupenda película alemana Sin novedad en el frente, adaptación libre de la famosa novela de Erich Maria Remarque de 1929.

Cumbre de la literatura contra la guerra, esta novela —que leímos en nuestra juventud, como millones a lo largo de casi un siglo—, se basa en la experiencia personal de Remarque en la Primera Guerra Mundial, a cuyas trincheras fue movilizado a los 18 años, haciendo acopio de lo que le tocó padecer en ellas, para pintar la desilusión y la inhumanidad de los conflictos bélicos.

Cuenta en primera persona las experiencias del joven Paul Bäumer, su corta carrera de soldado y el efecto demoledor de la guerra en los siete amigos que se alistaron con él. Su título, que recoge el lenguaje de los comunicados de rutina, de que, salvo muchos muertos, no había nada nuevo en el frente, es un aviso del terso estilo con que Remarque registra gráficamente los horrores diarios de la guerra, pintando con realismo, pero a la vez con laconismo, lo que lo hace aún más impactante, sus heridas, muertes y miserias.

El rechazo de Remarque a la Primera Guerra marcó un contraste con la retórica patriótica típica de su época, en especial en Alemania. El autor dijo que no había escrito una acusación, pero en realidad lo hizo: no a un nacionalismo en concreto sino a todos los nacionalismos; no a una guerra en particular sino a todas las guerras y, en especial, al robo de la vida de los jóvenes, sea porque murieron en los campos de batalla sea porque sobrevivieron, mustios, amargados y cambiados para siempre.

La novela, un éxito instantáneo, fue traducida a todos los idiomas. En inglés se llamó All Quiet in the Western Front, y tuvo de inmediato una magistral adaptación al cine, dirigida por Lewis Milestone, que obtuvo dos Óscar: a la mejor película de 1930 y a la mejor dirección. Pasaron casi 50 años para una segunda versión fílmica, esta vez para televisión, dirigida por Delbert Mann en 1979. Y otras cuatro décadas para la tercera adaptación de la novela y primera en Alemania este 2022: una producción costosa y genial, dirigida por Edward Berger, seleccionada para que represente a Alemania en los próximos Óscar, que pinta con intensidad, a ratos difícil de soportar, el caos y la locura de los combates y la destrucción de las vidas y las almas por un conflicto bélico.

Sin novedad en el frente comienza y termina con planos idénticos de una cadena montañosa sobre un bosque nublado —una forma visual de decirnos lo fútil de la campaña del Frente Occidental de Alemania entre 1914 y 1918, años en que la línea de trincheras prácticamente no se movió y sin embargo implicó la muerte de 17 millones de soldados—. Entre ese comienzo y ese final, la película de Berger detalla los terribles efectos de la Gran Guerra, la guerra que iba a terminar con todas las guerras. Paul Bäumer (interpretado por el joven actor Felix Kammerer), está al inicio tan entusiasmado de ir al frente con sus amigos que falsifica la firma de sus padres en la autorización de alistarse y grita de entusiasmo con ellos cuando los jefes militares les prometen que volverán envueltos en gloria por haber luchado “por el Kaiser, Dios y la Patria”, mientras resplandecen de orgullo con sus nuevos uniformes.

Pero el espectador sabe que esos uniformes pertenecieron a soldados muertos, que fueron lavados y reparados al apuro. Y, con el corazón encogido, ve la velocidad y contundencia con que todas las ilusiones de los chicos quedan destrozadas ni bien llegan al frente y se convierten en terror desolado y carcoma de humanidad. Las estrechas  y lodosas zanjas de las trincheras están habitadas por reclutas agotados y comandantes brutos y abusivos. Tras soportar su primera humillación, Paul recibe la tarea de empezar a recoger las placas metálicas que penden de los cuellos de los cadáveres recientes, para que, lejos del frente, oficiales y burócratas sigan llevando las estadísticas de los muertos. “No es así cómo me lo imaginé”, llora uno de los siete, en esas tenebrosas trincheras que solo se iluminan con las bengalas que, de vez en cuando cruzan, lentas y ominosas, el cielo nocturno, convirtiendo en siluetas espectrales los cadáveres abandonados en “la tierra de nadie”, el espacio que media hasta las líneas enemigas.

Metidos en un abismo de muerte y desesperación, Paul y sus compañeros pasan una tragedia tras otra, donde la supervivencia no tiene que ver con ningún heroísmo, conocimiento o habilidad sino con la pura suerte. Paul, horrorizado y harto de todo lo que le pasa, sobrevive sin saber por qué, mientras van muriendo sus compañeros. La cámara acompaña este paisaje imposible de trincheras y explosiones, de ratas, sangre, caca e inhumanidad, envuelto todo en fuego y humo, como una pesadilla de la que no hay escape. La impresionante banda sonora se calla, con un silencio más espectral que el de la metralla, hasta que suena un leit motiv musical de tres notas que rechinan como un anuncio de más muerte por venir.

La repetición de la muerte es, de alguna manera, el verdadero leit motiv del filme, aunque Berger encuentra muchas maneras distintas de mostrar la perversión de la guerra. Un enfrentamiento con un tanque francés, seguido de una pelea con un pelotón de soldados con lanzallamas, desemboca en el encuentro de Paul con un soldado enemigo en un lodoso cráter de bomba, donde el deseo asesino da paso a la ternura en un cambio desgarrador. El suicidio en la enfermería de uno de sus amigos que ha quedado gravemente herido solo es oportunidad para que un tercer soldado se robe su comida y se siente un par de metros más allá a devorarla. Por si las desgracias no fueran suficientes, el hambre está presente siempre, y hasta los pequeños momentos de alivio (robarse un ganso o siquiera comerse un huevo crudo) no son sino breves interludios entre el dolor y la miseria.

La película se aparta de la novela para mostrarnos dos personajes: un político y un militar. El político, Matthias Erzberger (Daniel Brühl), ministro de Relaciones Exteriores, recibe finalmente autorización para negociar el armisticio de noviembre de 1918 y no logra extraer ni una sola pequeña concesión de los franceses (un anticipo del Tratado de Versalles y del resentimiento alemán que desembocará en el nazismo y la Segunda Guerra Mundial). El militar, el General Friedrich (Devid Striesow), en medio de sus banquetes en lujosos palacios, rodeado de ordenanzas y perros, se queja del “cobarde” deseo de capitular de los políticos y no duda en seguir enviando a su muerte a batallones enteros de jóvenes.

Fiel al espíritu de la novela, la película rechaza cualquier sentimentalismo, cualquier embellecimiento de la guerra. No hay héroes, no hay heroísmo. Los jóvenes no son prototipos de nada: son jóvenes ordinarios de un pueblo, que están allí para matar, si lo pueden hacer, y sobre todo para morir. Berger entiende a la perfección la maquinaria de la guerra y la dinámica de su narración, y la desenvuelve implacable, sombría, ténebre, como la propia guerra. El soldado Paul, casi siempre con su cara embadurnada del lodo de las trincheras y los ojos abiertos y aterrorizados, se convierte en un zombie que solo intenta sobrevivir. Hasta el paisaje se muestra herido, destrozado, contaminado, bajo cielos a veces muy amplios pero muy nublados.

Quien ve la película hoy, cuando se cumplen ya nueve meses de la brutal e injusta guerra de Rusia contra Ucrania, no puede menos de pensar en la obcecada voluntad de poder de líderes que reclutan cientos de miles para seguir mandándoles, sin equipos ni entrenamiento, como carne de cañón, solo para mantener su locura imperialista. Ya van 250.000 muertos, 200.000 soldados de ambos países y 50.000 víctimas civiles en Ucrania. ¿Cuántos más han de morir para que se sacien las fauces guerreristas?

Y a la vez, uno no puede dejar de recordar la falta de raciones frescas para los soldados rusos, el hambre que habrán pasado, y la brutalidad, la sevicia, de su actuación en las ciudades y pueblos de los que se van retirando. ¿Es producto, quizás, igual a lo que se deduce de la película, de la pura desesperación y de la inhumanidad en que caen las fuerzas combatientes atrapadas? Y están también las consecuencias de la invasión y ocupación rusas: más de dos millones de personas en la frontera del hambre, donde la pobreza se ha multiplicado por diez. Son los que no pudieron escaparse, muchos de ellos mayores o solos, que han sobrevivido sin familia, sin poder hacer producir sus huertas, sin animales.

El filme no tiene un final feliz, aunque concluya con el cese al fuego buscado por tantos. Nos aferramos a la esperanza de que al menos Paul sobreviva, pero, en realidad, no importa: la guerra es una ciega máquina de muerte. Y en esto, la cinta no nos dice nada que no sepamos. Porque todos estamos convencidos de que la guerra es irracional, inhumana y por eso el mundo clama que acaben ya. Todas. La de Ucrania, la de Siria, la de Yemen, la de Afganistán, la del Congo... 

La magistral manera en que esta película pinta la angustia y la sinrazón de la guerra, se convierte en una efectiva y airada protesta contra el fanatismo y la brutalidad de hoy, y hace pleno honor a aquella novela antibelicista de hace casi un siglo. No hemos aprendido nada. (O)

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