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Joey Tribbiani
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La competencia es esa pulga que pulula entre nosotros. Y qué decir en esta temporada del año, a la que vamos entrando de lleno, y que resulta ser la más competitiva y la mayor causante de un chuchaqui financiero que puede extenderse por meses.

25 Noviembre de 2021 02.47

En alguna columna anterior, les comentaba que desde pequeño solía jugar tenis y participar en torneos locales. Lo que no les había confesado es que, aun a tan tierna edad, era un pésimo perdedor. A veces, cuando las cosas no iban tan bien en el partido, se me desparramaba la bilis y armaba pataletas al más puro estilo de Novak Djokovic, pegándole raquetazos a la Pacha Mama, en un vindicatorio arrebato de indignación ante el marcador que iba en contra. La emperrada, claro, iba acompañada, generalmente, de un irrefrenable impulso de abandonar el court, para que, como dijo alguien, terminara de una vez esa pantomima. 

Con el tiempo aprendí a domar un poco a la bestia interna, aunque en el fondo, nunca dejé de ser un Joey Tribbiani, en su famosa escena, cuando pierde en las nominaciones al mejor actor masculino, en los Soapie Awards, y es captado en pantalla gigante, reclamando y gesticulando airadamente, mientras la audiencia aplaude con efusividad al ganador. Igualito lo viví en estos días, durante la gala de premiación de un reconocido concurso periodístico. Tenía listo el discurso de la victoria. Fui perfumadito y con los zapatos lustrados. Pero sentado en la butaca, escuché incrédulo el anuncio de los resultados por parte del maestro de ceremonias. Quise pedir el VAR, cuestioné hasta el último foco, pero, terminé con unos muy buenos 'Friends' ahogando la pena con canapés. Me dieron una plantita de la decoración como award consuelo.

Y es que es así. La competencia es esa pulga que pulula entre nosotros. Y qué decir en esta temporada del año, a la que vamos entrando de lleno, y que resulta ser la más competitiva y la mayor causante de un chuchaqui financiero que puede extenderse por meses. En Quito, el desenfreno se abre desde finales de noviembre con el bocinazo de arranque de las fiestas de la ciudad. Desde 1534 no ha se ha desarrollado un estudio técnico de cuántos partidos de 40 se juegan cada año, pero de lo que sí estamos seguros es que en cada campeonato que se realiza, siempre habrá un jugoso botín. “Es que, si no se juega por plata, no hay chiste”, dicen. Lo que no se piensa es que, de chiste en chiste, de dólar en dólar, de dos por shunsho en dos por shunsho, empieza la evaporación de ahorros. 

Una evaporación que se acentúa con la apertura de las válvulas de los trapiches de canelazo, que inundan la atmósfera de todo el Distrito Metropolitano, como invitación inexcusable a entregarse al placer de gastar sin medida, mientras se zapatea y se canta la empalagosa, pero solemne: “Y la Guaragua, la Guaragua, la Guaragua”. Y de entre los panas (palabra que detesto con todo mi capitalino corazón), el más generoso, por supuesto, es el más alhaja. Se eligen chullas quiteños, quiteñas bonitas, cachistas, reyes del mambo, y hasta reyes feos cuando la trasnochada pasa de castaño a oscura.

Pasado el jolgorio azulgrana, y guarde o no la billetera algo de recursos, la competencia se incrementa a medida que se acerca la Navidad. Primero con el infaltable 'amiwi secreto', con el que no es posible quedar pésimo, entregando un regalo de baja estopa. Mucho menos si está el que nunca falta, atento, aguzado y en primera fila, listo para reírse de tu caída social. Como efecto, hay que comprar algo que te haga quedar como un auténtico dandi, aunque en tu interior sabes que esa cuenta te va a perseguir como el fantasma de las navidades pasadas, por el próximo año fiscal. 

Enseguida, se viene la Nochebuena y la Navidad, a las que avanzamos como burritos sabaneros, sumando gastos, en diferido por supuesto, para que el golpe dé en blandito. Que la cena, que la canasta, que las fundas de caramelos, que los bombillos, que el pavo, que el Grand Duval, que el pijama de renos, que las cenas con los excompañeros de la guardería, que los reencuentros, banderas blancas, pulidas de asperezas, que los panetones, que los palosantos... porque, como diría el gran e incomprendido Joey Tribbiani: “No es lo que haces, sino cómo lo haces”.

Y, finalmente, llegamos al 31, en calidad de año viejos financieros, pero con la ilusión de que el próximo año será mejor, porque nos compramos los calzones amarillos Calvin Klein, como no podía ser de otra manera. Así que, chulla vida, que aguante la tarjeta de crédito (pago de inscripción al campeonato mundial de 40 del barrio, check; canelazo en sobre comprado en el Super, check; cartas nuevitas para caerle dos al contrincante chagra con violenta elegancia, check; árbol de Navidad con pinturita que simula la nieve, check) y no el estilo. Lo importante es que botemos la casa por la ventana y que seamos recordados y ovacionados hasta la mañana siguiente. (O)

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