Un sueño es la forma más exacta de describir el paisaje desértico y arenoso de Los Cabos. Las imágenes mañaneras, con un sol que salía por el Mar de Cortés a las 06:00, y un reflejo paradisiaco sobre el agua cálida que, según los lugareños, aún significaba que estábamos en época de huracanes y combinadas con una brisa salada, me permitían sentir una suerte de libertad que me decía que podía lograr lo que quisiera. El mundo era mío.
Llegamos a Cabo San Lucas a mediados de octubre, justo después del paso del huracán Priscilla y la tormenta tropical Raymond. Esto nos permitió tener un paisaje único ya que la vegetación floreció después de varios días de lluvia. Este fue un viaje organizado por Copa Airlines y Visit Los Cabos con el fin de conocer todo lo que este destino tiene para ofrecer.
UN SALTO A NUEVAS EXPERIENCIAS
Entre aventuras que nos llenaban de arena las medias y comidas que nos hacían repensar la forma en la que vivimos nuestra vida, mis compañeros y yo vivimos lo que para algunos representaría el futuro. Kim de Sutter, una creadora de contenido de Bogotá, justo antes de venir a este viaje se comprometió con su novio de 11 años. Apenas pasó un día de ver las playas, hoteles y atardeceres se enamoró completamente y decidió que ese sería el lugar en el que se casaría. Por otro lado, reconsideré mi amor/odio por las playas y los climas calientes. Soy alguien que disfruta y ama el frío, pero quedé impresionado, nunca pensé que un desierto pudiera ser algo tan maravilloso.
Este lugar está lleno de historia y cosas que no había pensado ver. Sí, había escuchado de Los Cabos en el pasado, aunque no pensé estar metiendo mis pies en la arena gruesa de sus playas tranquilas o de tener enfrente el famoso Arco de Cabo San Lucas, que marca el punto más lejano de la península mexicana.
Sin duda un viaje reformador, que me hizo sentir el protagonista de mi propia vida y me permitió hacer cosas como el paddleboarding o surf de remo en las aguas más saladas que jamás había tenido el gusto de probar (sin querer, me caí de la tabla cuatro veces y tragué mucha agua).
Eduardo Andrade, un presentador y creador de contenido de Guayaquil trató de enseñarme este deporte. Resulta que era experto y había hecho que varios de sus amigos se sumaran a esa actividad. A las 07:00, yo ya estaba unos 200 metros mar adentro y con más sal en la garganta que nunca en la vida. Ahí, se acercó y me dijo que la clave para lograr pararse en la tabla y no solo ir de rodillas es mantener el balance, quedarse recto y no observar hacia abajo. Pero suena más sencillo de lo que es.
Eduardo no solo me ayudó para el paddle, sino que también fue uno de los que me convenció para lanzarme de un columpio desde una base suspendida a 100 metros del suelo en un cañón en Wild Canyon, un parque de diversiones que se siente como un Disneyland para adictos a la adrenalina. Le tengo mucho miedo a las alturas, el vértigo no es un juego para mi, pero ¿cuándo la vida volvería ofrecerme otra oportunidad?
En el parque, observamos a un grupo de jóvenes estadounidenses mientras saltaban de la plataforma, nos dio demasiado miedo, pero ya estábamos ahí, no había vuelta atrás. Fue entonces cuando conocí a Gus, el experto en bungee de parque, con más de 20 años de experiencia. Me contó que recorrió todo México en ferias probando e instalando estos aparatos.
En la plataforma, listo para la actividad, se escuchó desde el radio de Gus la alerta de un corte eléctrico en todo el parque; por seguridad había que esperar hasta que se encendiera el generador. Junto con Francisco Yuquilema, otro periodista, pasamos 10 minutos escuchando las historias de aventuras del intrépido Gus. Pero mi ansiedad comenzó a subir de nivel, quería ya saltar o que se acabara pronto la espera. Cuando dieron la autorización, estábamos listos para lanzarnos.
La sensación de saltar es horrible, por unos breves segundos estás en caída libre hasta que la tensión de la cuerda te lleva como en un columpio con esteroides. ¿Que si estoy dispuesto a repetir? No, nunca había gritado tanto desde el fondo de mi corazón como en ese momento. No reconocí mi propia voz, pero definitivamente es una experiencia que siempre recordaré.
OFF-ROAD POR EL DESIERTO
También viví algo que parecía salido de una película, una aventura off-road en el desierto. Nos montamos en cuadrones o ATVs y empezó nuestro primer recorrido. Había tenido experiencia con estos vehículos, pero no a la velocidad de ese día. Manejábamos a una constante de 50 km/h que pareciera que no es mucho, pero en caminos desconocidos de arena con desniveles y huecos sí se sentía riesgoso. Nos desplazamos desde el parque hasta la playa, por un camino de 20 kilómetros de ida y vuelta. Este lugar se encuentra a unos 11 kilómetros hacia dentro en el desierto de la playa más cercana.
Apenas regresamos nos hidratamos y partimos en los buggys. Ya me sentía más en control, amo conducir carros, pero todo con cuidado, si alguno de estos vehículos se dañaba implicaba realizar un pago desde US$ 139 por una puerta frontal hasta US$ 9.000 por un nuevo motor. Conduje un Maverick X3 MAX DS TURBO R 4 PX, un buggy de cuatro puestos con 135 caballos de fuerza, suficiente para el recorrido. Luego de derrapar por el desierto y llenarnos de tierra hasta las medias, pasamos por la última aventura, cruzar con los carros el puente colgante de madera para peatones y vehículos todoterreno más largo del mundo. Tiene 330 metros de longitud y apenas dos metros de ancho.
UN POCO DE COMIDA
Entre tanta aventura la comida no puede faltar. Pude probar de todo, desde una sencilla ensalada César del room service del hotel o unos huevos rancheros a restaurantes de lujo con estrella Michelin. En este viaje se destacaron cuatro restaurantes. El primero es Cayao by Chef Richard Sandoval, dentro del Four Seasons de Cabo San Lucas especializado en fusión japonesa peruana. La cena entera fue guiada por los chefs y solo ofrecían la comida que nos podía gustar.
Empezamos con un Tokusen, un plato hecho para compartir, lleno de nigiris, sashimis y ceviche peruano. Siguió el plato insignia de la carta, un pollo frito estilo coreano con caviar y un plato de gyozas de camarón y cerdo. Luego un curry verde con pollo y para terminar churros de matcha con helado de pistacho.
En una noche llena de historia recorrimos San José del Cabo, una de las cinco distintas ciudades que conforman Los Cabos. Los jueves, la plaza central se llena de artistas vendiendo sus cuadros, esculturas y demás. Aquí estuvimos acompañados por Diana, una historiadora nacida en la ciudad. Nos llevó por toda la plaza, la iglesia y el distrito del arte. Aprendimos sobre la "Misión de los Cabos". La Misión de San José del Cabo Añuití, establecida en 1730, fue una de las misiones jesuitas ubicadas en la península de Baja California. Su principal propósito fue la conversión religiosa de los pueblos indígenas de la región, como los pericúes, además de desempeñar un rol significativo en la introducción de técnicas agrícolas y de construcción, así como en la influencia del régimen colonial español.
Luego de estas clases de historia fuimos a Mary Juana, un restaurante callejero que vende lo que más esperé probar: tacos. Preparados en la vereda al más puro estilo de la Ciudad de México, probé los tacos al pastor con su respectivo pedazo de piña, cilantro, cebolla y limón. Le consulté a Diana que, si eran iguales a los de CDMX, pues no pude probarlos cuando estuve ahí porque no salí del aeropuerto y me aseguró que sabían igual. Luego de una cata de tequila degustamos unos tacos de camarón que se llevaron la fascinación de todos.
Saciados de los exquisitos platos, fuimos a Los Tres Gallos un restaurante que cuenta con un menú especial. Todos los platos de la carta están incluidos en la guía Michelin 2025. Empieza con el pozole, un plato hecho con base en granos de maíz y acompañado con cerdo. Luego probamos el mole con pollo y los chiles rellenos. El mole se hace con 27 especias e ingredientes que van desde la manzana hasta el chocolate. Los chiles rellenos venían con una gran capa de queso menonita, suave y bien derretido para acompañarlo con tortillas frescas hechas en casa. Para cerrar con broche de oro, nos sirvieron el postre, lo que para mi es una dulce oda a la tradición y a la sencillez: flan de leche. La suavidad y cremosidad son como ningún otro postre que jamás he probado. Un sabor sencillo y a la vez perfecto. Por más que insistimos no nos quisieron revelar la receta.
Nos contaron que todo el menú salió de las recetas de la mamá del dueño, una verdadera experiencia gourmet casera.
LA EXPERIENCIA MICHELIN
Nuestra última noche fuimos a Acre, que no solo es un restaurante, sino un resort, residencias y un tipo de hotel único que tiene casas en árboles. El restaurante ganó una estrella Michelin verde, la cual reconoce a los restaurantes que tienen altos estándares de sostenibilidad. Fue mi primera vez en un lugar de esta categoría, pero decidimos que esta ocasión queríamos probar lo que deseábamos, más no lo que el chef nos ofreciera. Sin embargo, las entradas sí fueron de su recomendación. Probamos el Hamachi Tiradito, pescado en emulsión de eneldo con vinagreta de mostaza y aguacate; un bocadito de arroz frito con atún y caviar, y una ensalada de remolacha.
Para nuestro plato principal estábamos dudando, pues los precios eran altos. Había un Rib Eye que nos estaba haciendo ojitos, el cual tenía un precio de 1.890 pesos mexicanos (US$ 102,72) o una pasta cítrica con trufa que costaba 900 pesos mexicanos (US$ 48,91). Al final, el mesero nos recomendó un corte tomahawk perfecto para compartir entre tres, pues venía acompañado de camarones al grill, puré de papa con mantequilla y ensalada de coliflor. No nos podíamos ir sin probar la pasta cítrica y la acompañamos con unas papas fritas trufadas.
Para el postre pedimos tres leches de chocolate, que es una mezcla entre un tres leches normales y un tiramisú; un pie de limón helado y un pastel de maíz con salsa de caramelo con mezcal.
Esta última noche nos ofreció la cucharadita final de una experiencia no solo interesante y rica en conocimiento, sino llena de autoconocimiento y exploración. (I)