Mientras el mundo debate quién desarrollará el próximo modelo de inteligencia artificial más avanzado o quién controlará la producción de semiconductores, una pregunta más básica está quedando sin respuesta: ¿de dónde saldrá la electricidad para alimentar los centros de datos? La conversación global sobre inteligencia artificial suele concentrarse en tres elementos: algoritmos, chips y talento especializado. La expansión de la IA está enfrentando un límite material que obliga a replantear el análisis: la disponibilidad de energía. En los próximos años, la electricidad será un factor tan determinante para el avance de la IA como el hardware o los datos, y esa relación está reconfigurando silenciosamente la competencia entre Estados Unidos, China y Europa.
La evidencia reciente es contundente. Según la Agencia Internacional de Energía (IEA, 2024), el consumo eléctrico de los centros de datos podría alcanzar cerca de 945 TWh anuales en 2030, más del doble del nivel registrado en 2022. Este volumen es comparable al consumo total de economías desarrolladas. El dato más relevante es que esta demanda no proviene únicamente del almacenamiento en la nube o del tráfico digital, sino del crecimiento acelerado de los modelos de IA de gran escala, cuyo entrenamiento y uso cotidiano requieren enormes cantidades de energía. No se trata de un cuello de botella financiero—las inversiones fluyen con abundancia—sino de un límite físico que determina qué países pueden sostener la expansión computacional que exige la IA contemporánea.
En este contexto, Estados Unidos mantiene ventajas sustanciales en investigación, semiconductores y ecosistemas de innovación. Laboratorios como OpenAI, Anthropic, Google DeepMind o Meta concentran parte de los modelos más avanzados del mundo, y la industria estadounidense domina tanto el diseño de chips como el desarrollo de GPU especializadas. Sin embargo, su infraestructura eléctrica enfrenta tensiones crecientes. Informes recientes advierten que los centros de datos ya representan alrededor del 4 % del consumo eléctrico nacional, y se proyecta que ese porcentaje aumente de forma considerable hacia el final de la década. A esto se suma la complejidad regulatoria: construir nueva infraestructura eléctrica en Estados Unidos implica permisos extensos, trámites judiciales y plazos prolongados. Ante esta realidad, empresas como Microsoft están explorando soluciones inusuales: la compañía anunció en 2023 acuerdos para reactivar reactores nucleares que alimentarán sus centros de datos, mientras Google ha firmado contratos de energía geotérmica para garantizar suministro estable a sus operaciones de IA.
Frente a estas limitaciones infraestructurales estadounidenses, China ha tomado un camino radicalmente diferente. Aunque enfrenta restricciones en el acceso a chips avanzados impuestas por Washington desde 2022, ha invertido masivamente durante más de una década en ampliar su capacidad eléctrica. Estudios desarrollados por BloombergNEF muestran un crecimiento continuo en generación renovable, expansión nuclear y, simultáneamente, aumentos notables en plantas de carbón. Esta combinación controversial le ha permitido asegurar un suministro estable y abundante para su industria digital. Además, China cuenta con algunos de los mayores clusters de centros de datos del mundo, preparados para absorber la demanda creciente de computación intensiva. Su ventaja no reside solo en la cantidad de energía instalada, sino en la velocidad para construir nueva infraestructura y adaptarla a las necesidades del sector tecnológico.
Europa, por su parte, se encuentra en una posición más compleja. Aunque promueve regulaciones pioneras en IA y ha invertido en proyectos estratégicos de supercomputación, su matriz energética enfrenta limitaciones estructurales. Los altos costos de la electricidad, las restricciones ambientales y la transición acelerada hacia fuentes renovables generan un marco donde expandir centros de datos a gran escala es más difícil que en otras regiones. Países como Alemania e Irlanda ya han expresado preocupación por la presión que estos desarrollos ejercen sobre sus sistemas eléctricos. La Unión Europea busca equilibrar sostenibilidad y competitividad, pero esa ecuación reduce su capacidad de competir con la escala y velocidad de Estados Unidos y China en la carrera por modelos más grandes y frecuentes. Esta tensión entre ambición tecnológica y realidad energética podría determinar si Europa mantiene relevancia en el desarrollo de IA o se limita a ser un regulador sin capacidad de ejecución propia.
La competencia global por infraestructura energética también está redefiniendo oportunidades en otras regiones. Brasil y Chile se están consolidando como destinos atractivos para centros de datos debido a su potencial en energías renovables y su estabilidad relativa en costos eléctricos. Países capaces de ofrecer energía sustentable no solo atraerán inversión, sino que también se integrarán de forma estratégica a las cadenas globales de IA, aunque sin competir directamente en el desarrollo de modelos fundacionales.
La conclusión es clara: hablar de inteligencia artificial sin hablar de energía es analizar solo la mitad del fenómeno. La disponibilidad eléctrica se está convirtiendo en un factor geopolítico que determinará quién puede entrenar modelos cada vez más complejos, quién puede desplegarlos de manera masiva y quién quedará limitado por condiciones estructurales. La discusión pública sigue centrada en avances algorítmicos, productividad y regulación, pero la verdadera pregunta estratégica para la próxima década es quién podrá sostener energéticamente el futuro digital que estamos construyendo. Entender esto es crucial para anticipar no solo la trayectoria de la IA, sino también las nuevas formas de poder que están emergiendo en el escenario internacional. La pregunta ya no es quién tiene los mejores algoritmos, sino quién podrá mantenerlos encendidos. (O)