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Columnistas
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Durante siglos, Oriente y Occidente se miraron con desconfianza, fascinación y miedo mutuo, como dos mitades que alguna vez formaron un mismo ser. La historia humana puede leerse como el relato de esa separación. Dos caminos que surgieron de una misma raíz y que, al alejarse, olvidaron que alguna vez fueron uno solo. Hoy, en un mundo que multiplica sus amenazas y murmura sobre una Tercera Guerra Mundial, es hora de dejar de ver al otro como enemigo o mercado, y empezar a reconocernos como reflejos.

1 Junio de 2025 11.54

Cuando Marco Polo llegó a la corte del emperador Kublai Kan, en el siglo XIII, cruzó continentes y abrió una grieta en el pensamiento europeo. Se encontró con una ciudad de mármol blanco, jardines geométricos, archivos donde se registraban cosechas, nacimientos, impuestos y estrellas. Un imperio que combinaba poder militar con poesía, vigilancia con espiritualidad. Lo que vio lo transformó. Y lo que escribió, aunque muchos lo creyeron exagerado, sembró una inquietud que todavía no se apaga. ¿Cómo puede existir otro mundo tan distinto y tan eficiente a la vez?

Esa anécdota fue un encuentro profundo entre las dos mitades del alma terrestre. Desde entonces, Oriente y Occidente oscilaron entre la admiración y el conflicto. Se copiaron, se distorsionaron, se temieron. Se estudiaron como se estudia al enemigo o al dios, pero rara vez se comprendieron.

Muchas tradiciones místicas sostienen que la Tierra tiene un alma, una conciencia viva que trasciende naciones y credos. ¿Y si esa alma se dividió en algún momento, como una masa tectónica espiritual? Una mitad eligió el camino del dominio técnico, la otra conservó la arquitectura invisible de lo simbólico.

Occidente abrazó la razón, la expansión, la conquista. Inventó la ciencia moderna, la democracia liberal, los derechos humanos, el capitalismo, la imprenta, el internet. Pero en ese avance deslumbrante, también fragmentó lo esencial, separó el cuerpo de la mente, la economía de la naturaleza, al individuo de su comunidad.

Oriente, en cambio, mantuvo una memoria más integrada. El tiempo como ciclo, no como flecha, el colectivo sobre el ego, la espiritualidad como estructura. Produjo el tao, el yoga, el zen, el karma, pero también preservó sombras de jerarquías ancestrales, dogmas endurecidos, represión institucionalizada.

Dos hemisferios del alma. Uno solar, el otro lunar. Uno exterior, el otro interior. Uno centrado en el cambio, otro en la permanencia. Tal vez toda nuestra historia moderna no sea otra cosa que la consecuencia de esa escisión.

Hoy el mundo vuelve a mirar hacia Oriente, pero ya no como Marco Polo, con asombro, sino con ansiedad. Silicon Valley medita antes de programar. Gurús de la autoayuda citan a Buda entre ventas de NFT. TikTok, con sede en Beijing, define el ocio global. Corea del Sur exporta cultura como si fuera un producto de alto valor agregado. Japón convierte el envejecimiento en virtud. La India combina mitología y software, dioses milenarios y CEO globales.

Y también sucede lo inverso. Oriente absorbió el capitalismo occidental con eficacia quirúrgica. Shanghái, Seúl o Dubái ya no imitan a Nueva York, la superan en velocidad, en escala, en ambición. Las megalópolis asiáticas son laboratorios del futuro, donde la inteligencia artificial, el control algorítmico y la hiperconectividad son norma, no experimento.

Oriente no es solo meditación y misticismo. Es microchips, satélites, ciudades inteligentes. No es templo, es torre de control. La modernidad ya no es exclusiva del hemisferio occidental. Está siendo reescrita desde el este, con otras lógicas y otros ritmos.

Muchos hablan ya sin rodeos de una próxima guerra mundial. Tensión en Taiwán, rearme nuclear, inteligencia artificial militarizada, ciberataques como armas de Estado. Estamos, otra vez, caminando hacia el abismo con los ojos abiertos. La pregunta no es quién va a ganar, sino cuántos quedarán.

Pero pensar solo en esa disyuntiva (Oriente contra Occidente) es pensar con categorías muertas. La verdadera batalla no es geográfica, es civilizatoria. Fragmentación contra integración, entropía contra equilibrio. La verdad, si existe, está repartida.

La clave no es vencer.

Quizá debamos volver al gesto de Marco Polo. Viajar, no para conquistar, sino para comprender. No para apropiarnos, sino para recordar que fuimos parte de algo más grande. La historia no está escrita en piedra, está escrita en decisiones y esta generación tiene la suya de perpetuar la lógica de la dominación o trazar el camino hacia la integración.

Si insistimos en ganar, vamos a perderlo todo. Pero si logramos respirar con ambos pulmones, entonces la humanidad podrá levantarse como una sola voz. No para imponerse. Sino para empezar, por fin, a comprenderse. (O)

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