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EMOCIONES
Columnistas
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11 Junio de 2025 15.38

Las emociones no se guardan bajo llave. Se sienten, se notan, se contagian. Y eso tiene un costo que no siempre vemos. 

Una persona enojada puede cambiar por completo el ambiente de una reunión. No hace falta que diga nada. Basta con su cara, su tono, su silencio incómodo. El resto lo percibe. Y lo evita. 

Porque, aunque suene duro, es así: cuando alguien está enojado varios días seguidos, los demás prefieren alejarse. Se limitan las conversaciones, se evitan temas, se reduce el tiempo compartido. No por mala intención, sino por cansancio. Nadie quiere cargar con el mal humor ajeno. 

Pero lo mismo ocurre al revés. Las emociones también se contagian cuando son positivas. Una persona que llega con buena actitud, que sonríe, que colabora, mejora el ánimo general. Es más fácil acercarse, proponer ideas, trabajar en equipo. La disposición emocional se transmite como una onda: afecta lo que los demás sienten, piensan y hacen.

Lo que uno proyecta, vuelve. Si estás con mala cara todo el día, no esperes entusiasmo del otro lado. Si criticas todo lo que escuchas, no esperes apertura. En cambio, si pones buena energía, recibes lo mismo. Tal vez no de todos, pero sí de muchos. 

El problema es que a veces no nos damos cuenta del efecto que causamos. Pensamos que podemos estar de mal humor y que eso es "problema nuestro". Pero no es así. Las emociones se expanden. Influyen. Construyen o desgastan. 

El profesor Sigal Barsade, de Wharton School of Business, lo resume con claridad: "No solo imitamos los sentimientos de los demás, sino que empezamos a sentirlos nosotros mismos".  Eso explica por qué los estados emocionales se esparcen en el ambiente, como un perfume... o como un humo. 

Y ahí está el precio invisible: en el ambiente que creamos sin darnos cuenta. En las puertas que se abren o se cierran según cómo llegamos. En la reacción que provocamos sin haber dicho una palabra.

Tomemos un ejemplo cotidiano: alguien llega a una reunión con cara de fastidio. No saluda. Suspira fuerte. Los demás bajan la voz. Nadie sabe si hablar o no. La agenda se vuelve tensa, y lo que iba a ser una conversación productiva se transforma en un trámite que todos quieren terminar rápido. Lo mismo pasa en casa, en una llamada, en un pasillo. El estado emocional de una persona puede marcar el ritmo del día de muchos. 

Y no hace falta gritar. A veces un solo gesto cambia todo. Ahí entra el principio 80/20: el 20% de lo que haces genera el 80% del impacto. Una sola mala cara —una fracción mínima del día— puede alterar por completo el ánimo de alguien más. Tal vez esa persona ya venía cargada. Tal vez estaba a punto de compartir una idea. Tal vez necesitaba solo una señal de apertura para sentirse parte. En cambio, se lleva tensión. Se apaga. Se retrae. 

También ocurre al revés. Todos recordamos a alguien que ilumina la sala apenas entra. No porque finja alegría, sino porque proyecta apertura. Da gusto estar cerca. Escucha, aporta, pregunta. Y, sin darte cuenta, tú también sonríes más. 

No se trata de esconder lo que sentimos. Ni de fingir que todo está bien. Pero sí de ser conscientes de que lo que transmitimos deja huella. En el ánimo de los demás. En el clima de los espacios. En los resultados del trabajo. 

Ser emocionalmente responsable no es ser perfecto, ni estar feliz todo el tiempo. Es hacerse cargo del impacto que se genera. Es saber cuándo dar un paso atrás, cuándo respirar antes de reaccionar, y cuándo pedir espacio para volver a conectar.

Cada día tenemos la opción de sumar o restar. De contagiar ganas o desánimo. De ser parte de un espacio que fluye o de uno que se traba.

Las emociones cuestan. Algunas desgastan. Otras impulsan. Elegir con cuáles convivimos también es una forma de cuidar lo que somos y lo que construimos con los demás. 

Haz una pausa. 

Piensa en los espacios donde estuviste hoy. ¿Cómo te fuiste? ¿Cómo llegaste? ¿Qué energía dejaste al irte? No necesitas grandes discursos ni sonrisas forzadas. A veces basta con mirar a los ojos, con decir gracias, con escuchar sin interrumpir. Eso también se contagia. 

Eso también construye. Porque lo que das... vuelve (O)

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