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Ernesto Alban Gomez
Columnistas
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Siempre lo he visto íntegro, inteligente, con un humor fino y mordaz. Es un mérito de la Academia Ecuatoriana de la Lengua el que lo haya incorporado. Por fin.

28 Septiembre de 2022 12.21

Para quienes conocen la trayectoria, la capacidad y la pluma del gran profesor, escritor y jurista Ernesto Albán Gómez tal vez resulte una sorpresa saber que solo este jueves 22 de septiembre de 2022 se incorporó como Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. En realidad, debía haber sido hace mucho. Venía retrasado su ingreso, y se demoró más con la pandemia. Como dijo la directora de la AEL, Susana Cordero de Espinosa, fue el propio Ernesto quien, en marzo de 2020, con gran optimismo, puso como condición para realizar la ceremonia que esta fuese presencial cuando volviésemos a la vida normal, descartando la incorporación en un acto virtual, en que los asistentes y los académicos se unen desde sus casas por medio de una plataforma electrónica.

Así que, pasados el confinamiento, los meses de angustia, la inoculación, y al cabo de dos años y medio, llegó al fin el día. Y con él un acto de una altura del intelecto y de la lengua como pocos a los que se asiste. Luego de las  palabras de apertura de la directora de la AEL, siempre bien trabajadas y siempre hermosas, Francisco Proaño leyó el amplio currículo de Ernesto, quien fue ministro de Educación, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Secretario Nacional de Información, asambleísta constituyente de 1998, decano de Jurisprudencia de la PUCE,  presidente por largos años del Consejo Superior de la Universidad Andina Simón Bolívar, de la Corporación Editora Nacional y de Ediciones Legales (siendo él cofundador de cada una de estas tres últimas entidades), y tantas otras cosas más. Luego, Diego Araujo, encargado del discurso de bienvenida, hizo un análisis profundo y acertado, como los suyos, de la obra literaria de Albán, cuyas ediciones distan décadas de la actualidad: los libros de cuentos “Salamandras” y “Pandora” y las piezas dramáticas “Jueves”, “El Pasaporte” y “La verdadera historia de Notre Dame”. Ya sabíamos que Ernesto tiene una obra de teatro inédita (“Es peligroso leer a Maquiavelo”), pero nos enteramos por Diego que, además, tiene inédita una novela, y, por su esposa, trece cuentos escritos desde que empezó la pandemia.

Y vino entonces el plato fuerte: el discurso de orden preparado por Ernesto para su incorporación. La frágil figura de 85 años que vemos acercarse al podio, sorprende a todos por la clara voz, la estupenda dicción y la apropiada entonación con que lee su trabajo, y uno piensa que no debería sorprenderse tanto porque eso proviene del entrenamiento actoral de Ernesto, que escribió y actuó en obras de teatro (lo hizo en la compañía Teatro Independiente, de Paco Tobar García), pero que, más que nada, esa prestancia le viene de sus genes, pues es fruto de esos estupendos actores, Chabica Gómez y Ernesto Albán Mosquera, sí, aquel que encarnó en las tablas al personaje más querido de la historia del teatro ecuatoriano, Don Evaristo.

Pero siendo muy buena, no es la forma externa de entregarnos el discurso lo mejor de la noche, sino el desafío intelectual que se propone Ernesto y al que nos invita a acompañarlo con un texto claro y ameno. Nos cuenta, él mismo, las diferentes opciones que se le ocurrieron para su discurso; cómo descartó tratar de la relación entre derecho y la literatura, sus dos pasiones, porque ya la había abordado antes (¿quién puede olvidar aquellas joyas de artículos que semana tras semana aparecieron sobre este tema en el suplemento “Guía Legal” de El Comercio?). Relató luego, cómo el contagio de la covid-19 le llevó a revisar algunos libros sobre pestes y pandemias y descartarlos sucesivamente (por ejemplo, “El Decamerón” de Bocaccio y “La Peste” de Albert Camus) y cómo se decantó, finalmente, por la obra de Thomas Mann “Muerte en Venecia” (1912).

A un estupendo análisis de la obra su trama y su significado, así como de sus dos personajes, Gustav von Aschenbach y Tadzio, siguió una sorpresa: un análisis de la película que sobre el mismo tema hizo Luchino Visconti (1971). Y luego, otra más: una reseña de la ópera de Benjamin Britten sobre esa misma obra (1973). Aquí conviene aclarar que Ernesto Albán Gómez es un grandísimo conocedor de ópera, y una vez (o varias, no lo sé muy bien) se dio el lujo de dar en la Universidad Andina un curso de posgrado analizando los delitos penales que aparecen en las óperas, o en una selección de ellas, todas las cuales presentó en video y explicó a sus estudiantes, para su fruición y provecho.

La diferencia de géneros, de los tres modelos narrativos y artísticos de “Muerte en Venecia” (novela, cine y ópera), de sus giros adaptativos y sus énfasis, llevaron a Albán y él a su auditorio, a reflexionar en las continuidades y rupturas de los relatos y, pasando a un nivel superior de abstracción, a lo que sucede con los grandes relatos que se repiten en sus líneas maestras a lo largo de la historia de la literatura universal. Utilizó varios ejemplos, como, las repeticiones de “La Odisea” de Homero hasta el “Ulises” de James Joyce, pero pronto llegó al Quijote, sobre el que hizo una exposición brillante no solo de los “ensayos de imitación de un libro inimitable” que se han escrito a lo largo de la historia, y no solo el de Juan Montalvo, sino de las pretensiones de quienes quisieron ser autores del Quijote, desde el apócrifo “segundo tomo” de Avellaneda en vida de Cervantes hasta la narración satírica “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges en la primera mitad del siglo XX, en el que un autor menor escribe no una imitación o copia sino cada letra, cada palabra y cada coma de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte, y un fragmento del capítulo veintidós de la segunda. 

Y todo esto, ¿para qué? Para llegar a la conclusión, esbozada ya a lo largo de su trabajo, de que hay un espíritu que inspira los relatos humanos, una especie de inspiración única de toda la literatura universal, donde cada autor individual no es sino un amanuense. Ese fue precisamente el enigmático título que Ernesto Albán Gómez había planteado para su trabajo de incorporación, y cuyo significado solo se reveló en las últimas líneas de su magistral discurso: “El Espíritu y sus amanuenses”. Una manera sorprendente de dar significado, no al discurso, sino a la literatura de todas las épocas. Un tour de force de gran penetración humanista que nos da mucho material para pensar. Por cierto, el discurso, para quien quiera disfrutarlo, ya está publicado en la página web de la Academia Ecuatoriana de la Lengua ( http://www.academiaecuatorianadelalengua.org/ ).

Mi admiración por Ernesto Albán no nace de la amistad que tenemos sino de sus cualidades. Pero lo conozco desde adolescente cuando fue mi profesor de Literatura en el colegio, y luego tuve el gusto de ser de nuevo su alumno en la universidad. También fue mi guía de las primeras armas en el periodismo, pues era subdirector de El Tiempo cuando ingresé a ese diario como cronista en 1967. Él dejó ese cargo a poco de que yo renunciara, y por la misma causa: No coincidíamos con un diario tan a la derecha. Luego, he tenido la suerte de tenerlo como colega en el profesorado universitario, en las columnas de los diarios Hoy y El Comercio, y en otras tareas. Siempre lo he visto íntegro, inteligente, con un humor fino y mordaz. Es un mérito de la Academia Ecuatoriana de la Lengua el que lo haya incorporado. Por fin.  (O)

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