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Es verdad que para cientos de millones de habitantes del planeta nunca hubo abundancia de nada. Hoy le toca a la clase media europea ajustar sus niveles de gasto energético. Pero el problema es mundial, global, sistémico: el antropoceno, esta era de dispendio que vive la humanidad, nos lleva a chocar con los límites biofísicos de la vida sobre la Tierra.

01 Septiembre de 2022 08.53

El presidente de Francia Emmanuel Macron, al abrir el 24 de agosto pasado el Consejo de Ministros (lo que en nuestro país diríamos sesión de gabinete), definió el momento crítico que vive el mundo como “el fin de la abundancia”.

Una frase solemne, dicha con rostro compungido. Uno puede con cinismo decir que los presidentes franceses tienden a hacer frases grandiosas, pero no hay duda de que algunas son imborrables. Las de Charles de Gaulle, por ejemplo. Sopesen las siguientes (traducciones mías): “Patriotismo es amar ante todo y sobre todo a su propio pueblo; nacionalismo es odiar ante todo y sobre todo al pueblo ajeno"; “Escoge siempre el camino más duro. Allí encontrarás pocos contrincantes” y “No me pregunte qué autor me ha influenciado. Un león está hecho de todas las ovejas que digirió, y yo he leído toda mi vida”. O las del ácido humor de Francois Mitterrand: “Los franceses hacen huelga los lunes porque suben el pan; los martes se manifiestan porque ganan poco; los miércoles protestan por la falta de libertades... Y el domingo votan a la derecha”, o como dicen que dijo de Margaret Thatcher: “Tiene los ojos de Calígula y los labios de Marilyn Monroe”… 

Claro que cabe recordar que fue Nicolás Sarkozy el que dijo aquello de que había que “refundar el capitalismo sobre bases éticas” y ya sabemos lo que vino después: fue condenado a un año de prisión por financiación ilegal de su campaña y a tres años de prisión por corrupción activa, tráfico de influencias y violación del secreto de instrucción, ambas penas cumplidas o cumpliéndose en arresto domiciliario.

Pero lo que dice Macron tiene un hondo, profundo sentido. Nadie ignora que hay una cruenta guerra a dos horas de vuelo de París, que ya dura seis meses, y que serán necesarios sacrificios en Europa occidental ante la amenaza rusa de cortar el suministro de gas. Pero, aunque la mayoría de los comentaristas en los diarios de Europa se decantan por opinar que lo que está haciendo Macron es preparar a los franceses para un invierno durísimo, la verdad es que el jefe de Estado francés, por primera vez, acepta el hecho de que ya no puede seguir desperdiciándose los recursos, que el despilfarro debe terminar, que el mundo es grande pero no infinito.

Los comentaristas de izquierda, a su vez, han machacado previsiblemente en que que la abundancia siempre fue de los ricos, de aquellos a quienes supuestamente defiende Macron, y un repaso de los medios de izquierda encontrará una cacofonía que pregunta: “Abundancia ¿de quién?”.

Pero lo que advierte el presidente francés es de un trasfondo gigantesco y va más allá de las clases sociales, porque recoge lo que han dicho los ecologistas por años: que el consumo tiene un precio, que el uso y abuso de los recursos naturales, humanos, financieros incluso de los tecnológicos, ha de acabar, so pena de que acabemos nosotros, como civilización. 

Sí, por supuesto, no se puede negar que hay un problema de reparto de esos recursos, pero que el presidente de una potencia como Francia reconozca que ha llegado a su fin la abundancia energética, de petróleo, gas, metales, comercio, moneda, crédito, mano de obra, no es poca cosa. 

Y no lo es porque ha habido por lo general una actitud de negar la realidad, no quizá ya la del calentamiento global. Ya solo lo hacen obtusos como Trump. Hoy, incluso a esas élites empresariales y políticas que hablan solo de bienestar y progreso, se les hace difícil cerrar los ojos cuando se han secado ríos en Alemania, ¡en Alemania, país bendito por su sistema fluvial!; cuando se queman millones de hectáreas de monte en Europa y se alcanzan temperaturas que rompen todos los récords no solo en la India o el África sahariana sino incluso en el norte de Europa. Pero lo que se sigue negando es que es el sistema como tal el que no funciona, que ese capitalismo del consumo desenfrenado es el causante de esta voracidad insaciable de los recursos de todo el planeta.

Si es, como dice Macron, el fin de la abundancia se impone, entonces, un cambio no solo de hábitos de consumo: se impone un cambio civilizatorio que detenga el ecocidio, que pare la emisión de gases de efecto invernadero, que disminuya el proceso de desertificación y el de la elevación del nivel del mar (esta misma semana se conocía que, hagamos lo que hagamos, en la próximas décadas, el agua de los mares subirá decenas de centímetros, producto del calentamiento que ya hemos alcanzado). Un calentamiento que tiene a decenas de trabajadores de los resorts recogiendo sargazo, sea en carretillas, sea en tractores, de las playas en todos los resorts de la hermosísima Riviera Maya, de Cancún y Playa del Carmen, porque esas algas que antes solo eran una mancha en alguna parte del Atlántico (el conocido como “Mar de los Sargazos”) hoy inundan las playas del cálido Caribe, allí y en la Florida y en sus paradisíacas islas. 

Si es el fin de la abundancia, entonces debemos todos ahorrar energía. Que no es un tema de que a Europa le vaya a faltar gas este invierno y muchos inviernos más, sino que debe empezar por ti, por apagar los focos que no uses, programar mejor la lavadora, cerrar la llave cuando te enjabonas… y culminar con medidas reales que reduzcan el dispendio de los combustibles fósiles ––patrocinado y promovido por los subsidios en países productores como el nuestro, por los que se declara casi una guerra civil, y por la sobreexplotación y el fracking––. La decisión del Estado de California de que desde 2035 no se venderá allí ni un solo vehículo a combustión, va en el sentido correcto, como van también los sistemas de movilidad masiva, el empleo de fuentes renovables. Como lo recordaba Jorge Riechmann “La mayor parte de lo que hemos llamado 'progreso' y 'desarrollo' a lo largo de los dos últimos siglos se debe a la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles y a la inconcebible sobreabundancia energética que proporcionaron (que ya acaba y no es sustituible)” (El País, 26 de agosto)

El fin de la abundancia. Es verdad que para cientos de millones de habitantes del planeta nunca hubo abundancia de nada. Hoy le toca a la clase media europea ajustar sus niveles de gasto energético. Pero el problema es mundial, global, sistémico: el antropoceno, esta era de dispendio que vive la humanidad, nos lleva a chocar con los límites biofísicos de la vida sobre la Tierra. 

¿O es que como Édgar, el personaje de Shakespeare en El Rey Lear, nos vamos a consolar diciendo “Lo peor no ha llegado mientras podamos decir 'esto es lo peor' ”? (O)

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