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fragilidad de la paz
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La fragilidad de la paz no está en que se rompa, sino en que creíamos que éramos fuertes porque también creemos que esas cosas nunca nos pasan a nosotros. Nadie está exento. La tratamos como un derecho adquirido cuando en realidad es un equilibrio frágil.

17 Diciembre de 2025 11.06

La paz no hace ruido. Tampoco toca el timbre ni manda un aviso por WhatsApp. Siempre está. Se sienta en una silla, cruza las piernas y se queda ahí, mirando cómo pasa la vida, como si fuera parte del mobiliario. Uno se acostumbra rápido a esa presencia silenciosa. Tanto, que creemos que siempre va a estar ahí. Damos por descontado, como si nunca nos fuera a dejar.

La paz es ese martes sin sobresaltos. El café de las mañanas. El mensaje que no llega, pero tampoco hace falta. El cuerpo que funciona sin quejarse. El amor que no pregunta. Las personas que nos rodean. Un abrazo. El trabajo que paga las cuentas. La certeza (falsa, siempre falsa) de que mañana va a ser más o menos igual que hoy.

Hasta que no.

La rotura no avisa. No es educada. No pide permiso para entrar. A veces llega con un ruido seco, otras veces se filtra despacio, como una gotera que nadie escucha. Puede ser una llamada a deshora, una palabra que no vuelve, una traición pequeña pero definitiva, un diagnóstico con nombre propio, una ausencia que se sienta en la misma silla donde antes estaba la paz.

Nunca estamos preparados. Eso es lo primero que aprendemos. Aunque hayamos leído libros, escuchado historias, dado consejos o hayamos resuelto problemas de otros, nunca sabemos qué hacer. En la vida real no hay consejo que valga. Hay silencio. Hay torpeza. Hay caída.

La rotura tiene la mala costumbre de desordenarlo todo. No sólo lo que se rompe, sino lo que estaba alrededor. Duele el objeto perdido, sí, pero también el recuerdo que lo acompaña, la promesa que lo sostenía, la versión de uno mismo que existía antes del golpe. Duele descubrir que la paz era prestada. Que estaba ahí, pero no era nuestra y siempre estuvo fuera de nuestro control.

En ese momento, cuando el mundo se desarma como un juguete barato, aparecen las más variadas reacciones. Nunca sabremos a ciencia cierta qué decisión vamos a tomar. Hay quienes se rompen con la rotura. Hay quienes barren rápido los escombros, como si negar el desastre pudiera hacerlo desaparecer. Y hay quienes se levantan más fuertes, entendiendo cuáles son las prioridades.

Es ahí cuando nos damos cuenta de quién verdaderamente somos. No antes. Hay una película sueca, Fuerza Mayor, que retrata lo que sucede a una familia aparentemente perfecta, que deciden ir de vacaciones a los Alpes franceses. Salen los cuatro a esquiar y el rato menos pensado, se ven envueltos en una avalancha. Por suerte para ellos, la avalancha se detiene a pocos metros. Luego de que la nube se disipa, se ve a la mamá abrazando y protegiendo a los dos niños. Mientras tanto, el papá está a varios metros, corriendo desesperado. Así empieza la película. Nadie decide qué escoge ni qué versión de nosotros sacamos en las adversidades. La teoría dice que mujeres y niños primero y todos quieren ser los músicos del Titanic. Pero cuando el barco se está hundiendo, ¿quién escogemos ser en realidad? En una novela de Camus, La caída, un abogado se queda paralizado ante un suicidio que cambia su vida en fracciones de segundo. También, puede ser la enfermedad de un hijo que hace que la familia, de un día a otro, tome la decisión de cambiar de ciudad para que pueda vivir sin contratiempos, sin importar el costo.

Nos conocemos verdaderamente en la intemperie. En la madrugada sin sueño. En la conversación que cuesta. No en los días tranquilos, cuando todo fluye y el café sale bien.

La fragilidad de la paz no está en que se rompa, sino en que creíamos que éramos fuertes porque también creemos que esas cosas nunca nos pasan a nosotros. Nadie está exento. La tratamos como un derecho adquirido cuando en realidad es un equilibrio frágil. 

Después de la rotura, algo cambia. No siempre para mejor, pero cambia. Aprendemos a escuchar ruidos nuevos. A no confiar tanto en el silencio. A valorar esos martes sin sobresaltos como si fueran un regalo y no una garantía. Aprendemos, también, que somos capaces de más de lo que pensábamos. O de menos. Pero al menos lo sabemos. 

La paz, cuando vuelve ya no se sienta como antes. No cruza las piernas de la misma manera. Y nosotros la miramos distinto. Con respeto. Con cuidado. Como se mira a algo que puede romperse. Porque ahora sabemos que la rotura puede pasar en cualquier momento. Y que nunca estamos preparados. Por eso hay que valorarla tanto, aprovechar los momentos de manera más intensa. Porque también sabemos que, cuando pasa, ahí, justo ahí, cuando se rompe, empieza la versión más honesta de nosotros mismos. Y esa, no sabemos cómo va a ser. (O)

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