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Cada vez es más evidente que el hijo se va y llega el amigo. Te percatas que ya no mandas sino que aconsejas; ya no prohíbes, ahora recomiendas. Finalmente aceptas que ya han tomado la posta y que está bien que te hayan invitado la primera cerveza.

09 Septiembre de 2021 12.44

“A menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción”. Esto lo escribió Serrat para su canción “Esos Locos Bajitos”. La verdad es que los hijos le llenan a uno de muchas satisfacciones desde el día que nacen; y, como dice el cantor, tal vez la primera de estas es cuando empiezan a menear nuestros gestos. Así llega el día en que quieren usar tu espuma de afeitar; sentarse como tú, ver tu programa de tv y emular el grito de entusiasmo o indignación cuando estás en alguna cancha.  

Un poco más tarde los hijos te absorben hasta que compras la primera bici chiquita y ya no te importan los amigos con los que pedaleabas. Luego aparecen las malas notas en el cole y por las cuales, por fortuna, debes pasar más tiempo a su lado. Viene en seguida el primer ojo morado por la pelea, la que te recuerda tus épocas de macho. ¡Muy grato! Después te dicen que la verdad es que no les gusta tu deporte y se hacen campeones en el otro, pero con soberbia te regocijas como si hubieses sido su entrenador. 

Pasa la vida y viene la primera graduación en el cole. Te presentan a su primera enamorada y tú eres el más nervioso; con el primer enamorado hasta te escondes, pero a la final, en ambos casos haces una buena parrillada. Vuelven las malas notas y luego del castigo te reconfortas con el momento en que haces las paces porque crees que has dejado una buena lección. Empiezan poco tiempo después los desvelos porque no llegan de las fiestas, pero ahí aprovechas para terminar la contestación a la demanda. 

Viene la segunda graduación y eres aún más feliz, pese a que te tocó disfrazarte de pingüino para el festejo. Te alegras tanto cuando te dicen que no quiere ser abogado como tú. Siguen los días y los ves alejarse cuando decidieron seguir martirizándose en la búsqueda de su carrera, pero igual estás feliz.  Llega la tercera graduación y lloras lo que no has llorado en años, entonces te das cuenta que no pasa nada si demuestras tus debilidades frente a todo el mundo; te das cuenta que no has sido tan macho pero igual nadie te juzga. En el inter-in, la otra hija se casa y se burlan de ti por tu torpeza en el waltz, el otro hijo sale también para la universidad, pero siguen las alegrías.  

Sí, todos estos momentos son muy gratos, pero ciertamente hay uno que es el más satisfactorio de todos: el día de la primera cerveza. Sentados en un bar hace poco, mi hijo me dijo: “déjame invitarte esta cerveza padre (así me llama con gracia)”. Obviamente le dije que si estaba loco, que yo soy el papá. Entonces contestó: “Años atrás te quise invitar una cerveza y me dijiste que me aceptabas una cuando no sea tu plata, ahora no es tu plata”. 

Este momento es tan difícil de explicar.  Primero: ¡toma tu respuesta!; enseguida viene una tremenda sensación de tristeza. El hijo creció, se hizo hombre, trabajó y tiene su primer empleo importante, ya casi no te necesita. Aún dudas en aceptar la invitación e insistes con la endeble excusa de ser papá. Luego, viene algo como un sacudón y sabes que no tienes más argumentos para negarte, te desesperas y haces un último esfuerzo por pagar, pero a la final, aceptas la cerveza del hijo. Llega el vaso helado y todo se materializa y es cuando te parece que es un pago exagerado, desmedido, y que lo que hiciste por él es muy poco comparado con esa “chela”. 

Te la tomas con la incerteza de lo que está pasando, procuras calmarte, entonces la haces durar más de lo normal para no tener que pedir otra que aumente la cuenta, pero sigues angustiado porque cada vez es más evidente que el hijo se va y llega el amigo. Te percatas que ya no mandas sino que aconsejas; ya no prohíbes, ahora recomiendas. Finalmente aceptas que ya han tomado la posta y que está bien que te hayan invitado la primera cerveza. (O)

 

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