La primera vez que alguien me sugirió confiar en un policía fue en Santiago de Chile, en 2012. Estaba con mi maestro de periodismo Lino Solís, quien me dijo con naturalidad: "Si te pierdes aquí, confía en un carabinero". Sonaba lógico. Pero para mí no lo era. Apenas unos años antes había estado detenido por negarme a un chantaje de un policía en Ecuador. Esa experiencia me dejó grabada la certeza de que la ley y sus representantes podían ser cualquier cosa, menos confiables. Para rematar, en mi natal Solanda, por allá en los 90, un militar en estado etílico y enceguecido por perder una partida de ecuavóley le arrebató la vida a un ser querido.
Por eso, cuando escucho ahora la historia de Willy_EC —el policía que en TikTok recibe donaciones de gente anónima para luego repartirlas en efectivo— no puedo evitar un cortocircuito. Porque él es uno de los pocos que sobresalen como buenos dentro de una institución que durante años se ha ido enlodando en la desconfianza, la corrupción y la violencia. De pronto, miles de ecuatorianos depositamos fe virtual en un uniforme. Lo seguimos como si fuera un héroe, un salvador digital, un santo de bolsillo. Con cada 'me gusta', lo vamos enalteciendo.
Pero ¿qué pasa cuando los dioses de barro que levantamos con un clic muestran grietas? No sería la primera vez. La historia latinoamericana está llena de figuras que nacen de la esperanza popular y mueren aplastadas por sus propios errores. Desde caudillos políticos que parecían incorruptibles hasta curas, futbolistas o periodistas que encarnaron la ilusión colectiva. Los seguimos, los aplaudimos, les damos "me gusta", hasta que un día vuelven a ser seres humanos con errores.
Mi esperanza —y temor— es que Willy no falle. Quisiera que nunca se encuentre implicado en cualquier sombra que lo derrumbe, o que caiga en algo provocado; o que empecemos a exigirle más a él que a los políticos que nos representan y por quienes votamos. Pero la verdad es que no espero demasiado de Willy, sino de nosotros. Porque el verdadero problema es la necesidad de crear ídolos instantáneos para sobrevivir en un país que no nos ofrece certezas. En un lugar donde la institucionalidad está rota, necesitamos símbolos en los que confiar, aunque sea por un rato.
Esta no es una crítica al policía influyente que ahora tenemos en TikTok. En realidad, lo envidio, y creo que sus gestos son genuinos. Las historias que genera son verdaderas tragicomedias con finales esperanzadores. Incluso, cuando voy por la calle me pienso siendo él, con la capacidad de encontrar a un niño que vende pasteles y que, gracias a una donación de 120 dólares enviada por algún migrante en EE.UU., se convierte en un pequeño emprendedor.
Mi reflexión es sobre los dioses que levantamos porque estamos cansados de sentirnos solos. Es criticar la creencia de que la pobreza no se combate con políticas públicas, sino con un 'like' que se monetiza en redes. Porque nos estamos convenciendo de que la bondad solo cabe en un video de treinta segundos.
Lo decepcionante no sería que Willy nos falle. Es que sigamos creyendo que la esperanza se resuelve en manos de un individuo y no en la reconstrucción de un sistema. Que sigamos erigiendo altares frágiles en lugar de exigir instituciones sólidas.
Sí, me conmueve que alguien entregue su tiempo y su imagen para ayudar. Pero también me preocupa que confundamos un gesto con una solución. Que la caridad en TikTok reemplace la justicia social. Que el 'me gusta' se convierta en el nuevo voto de fe.
Los dioses que levanto cada día —con un clic, con un scroll— son tan efímeros como mi dedo en la pantalla. Hoy son esperanza; mañana, posiblemente decepción. Quizá lo único que debería quedarme claro es que la confianza, como la democracia, no se terceriza. Se construye entre todos o no existe. (O)