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Estamos a tiempo de redescubrir los valores fundamentales de la humanidad siguiendo la ruta de la inocencia, que implica dialogar, compartir, jugar, respirar y dejarnos sorprender por los milagros cotidianos.

02 Febrero de 2024 15.04

Ya subido en el tren de un nuevo año, empiezo, como todos, a poner en orden el libreto operativo de la transición de los objetivos trazados hasta el camino de la ejecución de esos propósitos. Confieso que ha sido un tiempo de mirar nuevas perspectivas de la vida en un relativo silencio familiar.

Repaso con ustedes un experimento personal que puse en marcha las últimas semanas del año anterior y que me permitió hacer una pausa en medio de la turbulencia social mientras compartía tiempo de calidad con mi hija Amelié, al cual quiero referirme en este artículo. Se trata de mi propia desconexión de las redes sociales.

Desde hace varios años, soy usuario de Facebook, Instagram, WhatsApp, X (antes Twitter) y LinkedIn, en parte debido a mi actividad profesional y, en otra, para conectar con mis aficiones de tiempo libre como la fotografía y el deporte. Solo el mencionar las redes en las que participo, me hace caer en cuenta las peripecias que sorteamos como humanidad para reunir el tiempo necesario y vivir en modo real, estableciendo vínculos sociales mediante la tecnología.

Recuerdo que cuando empezamos a utilizar los primeros ordenadores personales, el mundo acudía a una inaudita rebelión cuya gran promesa era la reconquista del tiempo libre. Más de uno de los gurús futuristas tomaba partido en defensa de los pilares del paraíso que nos aguardaba frente a los portales de la reciente inaugurada sociedad de la información, un concepto traducido del japonés jōhō shakai, introducido por el sociólogo Yoneji Masuda en su libro "De la sociedad postindustrial a la sociedad de la información", que refería a un “estadio superior de la evolución social…”

Lo cierto es que el tiempo que logramos recuperar mediante el uso de los computadores fue cubierto por una sobredosis de adicción al trabajo. Esto, junto al arribo de Internet, supuso un tándem de veloz eclosión de una contracultura global gestada a fines de los años 90 con la aparición de Six Degrees, seguida de la onda expansiva que representó la irrupción de Friendster, MySpace y LinkedIn a inicios de los 2000, y masificada con el apogeo ocurrido en 2004 con el estreno de la legión del Facebook de Zuckerberg.

Regresando a nuestros días, la última publicación del estudio Data Never Sleeps de la plataforma de datos Domo, refleja un panorama digital en irremediable crecimiento con un total de 5.282 millones de usuarios de internet a nivel mundial, cuyo impacto de interacción se ha profundizado con la irrupción de modelos de IA como ChatGPT. 

Así, según lo grafica Domo, en 1 minuto de los 525.600 que tiene un año: “241 millones de personas envían correos electrónicos, 4 millones de usuarios dan like a un post de Facebook, 360 mil usuarios envían un mensaje en X (antes Twitter), se realizan 6.3 millones de búsquedas en Google, los usuarios de LinkedIn envían 6.060 currículums vitae, se envían 41.6 millones de mensajes por WhatsApp, se realizan 747 reservas de alojamiento en Airbnb y los usuarios de ChatGPT envían 6.944 prompts”.

Lejos de abrumarme, repaso las lecciones aprendidas durante los días de desconexión y reconozco que hay vida más allá de las redes sociales. Y aunque estas historias jamás serán publicadas para recibir un like, experimento una sensación de plenitud y paz mental luego de haber compartido estos días con mi hija un tiempo lleno de aventuras vividas con la riqueza del tiempo y la sencillez del corazón, como:  recoger conchas en el mar, disfrutar del frío de un “cálido” invierno, tararear hasta quedar afónicos en medio de una pijamada con las asimétricas melodías de los Beatles, Karol G, Mecano, Stromae, Einaudi u Hombres G, regresar a casa contando los pasos que existen desde cualquier lugar, leer cuentos que expliquen el tamaño del amor, subir juntos a una montaña rusa, completar las grullas de origami para que se hagan realidad los sueños imposibles, hacer trazos y dibujos imperfectos para las personas más bellas del mundo, reunir las promociones de las cajitas felices, jugar canicas hasta el amanecer, orar para agradecer por los alimentos o simplemente patinar juntos como si no hubiera un mañana. 

Comparto esta alegría íntima porque estoy convencido de que ha llegado la época de explorar los rincones de la familia y encontrar, de manera urgente, tiempo de calidad para sumarnos al combate doméstico contra la violencia social global. Esta violencia se reproduce debido a la falta de diálogo y escucha entre padres e hijos, así como la ausencia de empatía hacia quienes están más cerca. Pedro Maldonado tiene razón al exhortarnos a regresar a la simplicidad de hablar entre nosotros para resolver la complejidad.

Estamos a tiempo de redescubrir los valores fundamentales de la humanidad siguiendo la ruta de la inocencia, que implica dialogar, compartir, jugar, respirar y dejarnos sorprender por los milagros cotidianos del Dios de Spinoza al que Einstein hacía referencia. Su templo está claramente alejado de las murallas de las redes sociales, ya que habita donde está ubicado el hogar, el lugar donde reside el corazón. (O)

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