Forbes Ecuador
cuyabeno
Columnistas
Share

La posibilidad de alejarse de las adicciones de la tecnología por un pequeño lapso.  La obligatoriedad del aislamiento  nos permitió mirar a quienes nos rodeaban a los ojos desde cerca. Nos hizo recordar quienes somos y generar una tregua con nuestra mente impactada por tantos temores, recuerdos y rencores que provienen de afuera. Fue la oportunidad para un intervalo entre el caos y la coherencia.

13 Marzo de 2023 09.17

Todo el frenético ajetreo de las llamadas de teléfono, el WhataApp gritando cada diez segundos, las reuniones por Zoom, intercaladas por el desesperado intento de llegar a tiempo a las citas presenciales, batallando con el tráfico insostenible de la ciudad y su contaminación, terminan en el instante que llegas al puente del río Cuyabeno y embarcas en una pequeña canoa rumbo a uno de los lugares más fantásticos del planeta.

Esta es la puerta de entrada a la Reserva de Flora y Fauna del Cuyabeno, que se encuentra en la Provincia de Sucumbíos de Ecuador y abarca más de 590.000 hectáreas de la Amazonía. La experiencia de la visita a este santuario se inicia con la travesía sobre el río que lleva el mismo nombre, con no más de 10 o 12 metros de ancho y rodeado de un bosque primario donde habita una inmensa diversidad de especies de animales y plantas que aún no alcanzamos a imaginar. La bulla de la carretera es remplazada en pocos minutos por el ensordecedor clamor de la selva. Los pitos de los vehículos son sustituidos por los cantos de las cigarras. Y antes de cumplir la primera media hora del trayecto, la canoa hace su primera parada mientras alguien señala con emoción a una decena de monos capuchinos que saltan entre las ramas.

La sensación es la de atravesar un portal hacia una dimensión distinta, con realidades ajenas a nuestra vida diaria. Un lugar asombroso con una energía diferente, inclusive agobiante de cierta manera en el primer día. Con sonidos y olores que nuestros sentidos no reconocen y donde nuestra mente se encuentra en estado de alerta, pero por razones distintas a lo acostumbrado. 

Luego de dos horas de viaje, frente a nosotros emerge la llamada laguna grande. Una vasta zona inundada. Grandes árboles aparecen enclavados en ella, mientras calladamente navegamos entre sus copas. Nos deslizamos alrededor de estos solitarios seres, que parecen mirarnos a nuestro paso. Si pudiese leer sus pensamientos, diría que nos analizan con prudencia, desconfían por experiencia del ser humano y esperan a ver si llegamos en son de paz o como en otros lugares con ánimos de guerra. Nosotros los miramos con respeto. Poco tiempo después, un letrero sostenido por uno de aquellos viejos guardianes de la zona nos da la bienvenida al Lodge, junto a un bullicioso grupo de oropéndolas que han decidido hacer sus nidos en el centro lugar. 

La primera noche en la selva, definitivamente puede ser un desafío si eres parte del grupo que tenemos cierto temor a los insectos voladores y generalmente chocadores. En las habitaciones del hotel, las mallas protectoras en las ventanas pueden ser solamente una inquietud para ciertos bichos que logran colarse de alguna manera, así que basta que prendas una luz para tener un interesante grupo de no invitados dando vueltas en torno de la cama. Por fortuna, estas vienen equipadas con  un mosquitero que resultó  ser bastante efectivo, a pesar de lo cual  pasé la mitad de la noche mirando a una gran araña, quien a su vez me observaba fijamente a los ojos desde el otro lado.

El inicio de un nuevo día permitió dejar atrás los terrores nocturnos e incursionar en la vida de la laguna. Navegamos durante un rato observando aves de todo tipo: desde impresionantes guacamayos azules y amarillos, loros, tucanes, tangaras, pavas hediondas, garzas, hasta pájaros carpinteros con sus patas que aparentan estar con medias a rayas. Poco a poco nos vamos acostumbrando a la energía del bosque que nos envuelve. El pequeño agobio inicial desaparece y los sonidos comienzan a conectarte con el momento presente. La respiración comienza a fluir con más suavidad y los sentidos dejan el estado de alarma y empiezas a vislumbrar. No solo mirar. El ecosistema que nos circunda no para jamás, pero los espacios, los silencios y los movimientos son perfectos. La naturaleza sabe lo que hace en cada tiempo.

En la tarde, atravesamos un pequeño canal y para cuando creemos que no hay un paisaje más asombroso, se abre frente a nosotros un nuevo espacio de magia llamado el río Hormiga. La tranquilidad se ve interrumpida por los conmovedores rugidos de los monos aulladores. Permanecemos todos enmudecidos escuchando mientras circulamos sobre aquel caudal casi estático, con sus aguas del color del té por el sedimento que viene de los árboles en sus orillas. Nos falta el aliento ante tanta maravilla. Recorrimos este alucinante paraíso, sin decir una palabra para no perturbar el espíritu de encanto que nos flanqueaba.

La tarde terminó después de una hora de remar en absoluto sosiego, en el centro de la laguna donde se juntaban las barcas de los distintos hoteles para mirar como el sol se ponía entre las nubes. Un baño en aquellas aguas donde empezaban a reflejar las primeras estrellas fue el momento cúlmine.  Entre emociones, miedos de lo que en ellas habitaba y la absoluta conciencia de que, en ese momento, nada más se necesitaba.

Los días siguientes vimos anacondas, al gran caimán negro y al oso perezoso moviéndose en cámara lenta. Finalmente, a aquel animal que casi pensaba que era un ser mítico hasta el momento. Frente a nosotros venían dos delfines rosados surcando su camino en perfecta armonía. Sus aletas salían y entraban. Podría decir que bailaban. Los vimos hundirse y pasar por abajo de nuestra barca. Salir por atrás de ella como si nada pasará. Ninguna foto le hará justicia a aquel momento en el Cuyabeno. Pero más difícil es describir las sensaciones de reconexión que verlos en su calmada inmersión nos generaba. 

Todo este viaje  fue una locura de sentimientos. La posibilidad de alejarse de las adicciones de la tecnología por un pequeño lapso.  La obligatoriedad del aislamiento  nos permitió mirar a quienes nos rodeaban a los ojos desde cerca. Nos hizo recordar quienes somos y generar una tregua con nuestra mente impactada por tantos temores, recuerdos y rencores que provienen de afuera. Fue la oportunidad para un intervalo entre el caos y la coherencia.  

Antes de volver pensé mucho en que lo que sucede en el exterior no ha cambiado. Todo sigue como cuando nos marchamos hace apenas cuatro días. Eso me causó cierta tristeza. Pero luego al cerrar los ojos y buscar un poco de quietud en mi cabeza, recordé una enseñanza de alguien que conocí una vez luego de un poderoso retiro en un desierto, cuando sentí un sentimiento parecido. Sus palabras en esa ocasión me llenaron de consuelo: "El mundo será el que dejaste, pero tu probaste por un momento lo que es la congruencia, el balance y lo que significa salirse por un momento del abismo. Tu sí cambiaste.  Nunca serás el mismo". (O)

loading next article
10