"Nací un domingo 17 de junio de 1984 en Quito, justo en el Día del Padre. Gran regalo para mi papá", recuerda Gabriela Mera, sonriendo con naturalidad. Es la segunda de tres hermanos, y sus primeros años transcurrieron en Latacunga, donde vivía rodeada de la familia materna. Allí estaban sus abuelos, tíos y primos, en un entorno que, como ella misma describe, estaba lleno de risas, juegos y memorias que todavía la acompañan.
Ese entorno cálido cambió abruptamente cuando tenía ocho años y su madre decidió mudarse a Quito para asumir un cargo como directora regional de Ventas en una empresa. "Fue un cambio profundo", recuerda. La mudanza supuso dejar atrás a la familia materna, los amigos, la escuela y sumergirse en una ciudad desconocida. En su nueva etapa escolar, enfrentó el rechazo de sus compañeros. "Sufrí bullying... por ser la nueva, por venir de otra ciudad", contó. Durante un tiempo, la sensación de desarraigo fue constante, los recreos en soledad se volvieron rutina y el ajuste no fue inmediato.
Pero la adversidad fue también un catalizador. "Desde niña mostré una personalidad y un carácter fuerte", recuerda. No se dejó doblegar por el rechazo y pronto convirtió el estudio en una estrategia para afirmarse. La excelencia académica no era una opción, sino una forma de resistencia. "Siempre visualicé tratar de distinguirme del resto. Se veían ovejas blancas, yo quería ser la oveja negra, no en sentido negativo, pero tratar de distinguirme".
"No me iban a dar la bandera porque decían que no estuve desde el primer grado. (...) Mi papá fue al Ministerio de Educación y expuso mi caso. Dijo: 'La mejor estudiante tiene el mejor promedio, ¿por qué no le van a poder dar lo que se merece?'". Finalmente lo logró, y esa experiencia dejó una lección que todavía la acompaña. "Desde niña que yo decía: en realidad, si no hablas y no te dejas escuchar, potencialmente no logras lo que esperas".
Esa búsqueda de excelencia venía de casa. "Mi madre me enseñó que en la vida no es suficiente dar el 100 %", recuerda. Ese rigor marcó su forma de abordar cada etapa, siempre con la vara un poco más alta. Pero no todo era exigencia. También le enseñó el valor de la solidaridad. "Recuerdo, por ejemplo, a mi mamá y a mi papá todos los diciembres yendo a entregar juguetes, ropas, comida a los niños del páramo del Cotopaxi... Te decían un 'Dios le pague', pero ella decía que eso no tiene precio".
A los 17 años, Gabriela Mera llegó a Nueva York para estudiar inglés. No era un viaje de privilegio, sino un salto de fe sostenido por trabajo duro. "Mis papás me iban a mandar US$ 500 al mes, pero el curso costaba más o menos US$ 2.500", recuerda. Para cubrir la diferencia, comenzó empacando en un supermercado, luego fue cajera y, antes de regresar a Ecuador, ya era mánager de tienda. Aquella experiencia la enfrentó por primera vez con la independencia total de cocinar, lavar y trabajar. Le hizo valorar lo que antes parecía obvio y le enseñó, sobre todo, a sostenerse sola.
La experiencia no solo fortaleció su autonomía: también consolidó una vocación que ya había aparecido antes, durante una pasantía en el ABN Amro Bank. "Ahí es cuando para mí nace la pasión por la banca", recuerda. El ambiente profesional, la estructura financiera y hasta el comedor con buffet fueron para ella señales de un mundo que quería habitar. No fue solo una práctica, fue la primera vez que imaginó su futuro dentro del sistema financiero.
Pero su vínculo con ese universo venía de antes. De niña, Gabriela jugaba al banco con su hermano menor: "Yo era la gerente y él, el cliente", cuenta entre risas. "Nunca le dejaba cambiar los roles". Esa anécdota infantil resume una pulsión que se convertiría en una ruta profesional para liderar, tomar decisiones y construir desde la estrategia.
En 2006, aún siendo estudiante universitaria, Gabriela Mera ganó una pasantía en el Banco Interamericano de Desarrollo. La oportunidad marcó un antes y después. "Me dijeron: 'Tu primera tarea es ordenar carpetas'", recuerda. Pero no se limitó a hacerlo. Creó una base de datos en Excel, reportó documentos faltantes y propuso mejoras. Ese gesto sencillo revelaba algo más profundo: la compulsión por agregar valor donde otros solo cumplen.
Al poco tiempo, pasó de pasante a consultora. Luego vinieron los ascensos, desde analista senior, asociada y finalmente oficial de inversiones. El crecimiento fue sostenido, pero no automático. "Tuve la ventaja de trabajar con personas que vieron mi potencial", recuerda. Una de sus jefas, especialista en impacto social, le confió la estructuración técnica de los proyectos y le cedió la palabra en los comités de aprobación. Esa exposición temprana fortaleció su reputación técnica y su liderazgo interno.
A lo largo del proceso, entendió que escalar en un organismo multilateral también implicaba estrategia personal. "He tenido que alzar la mano muchas veces para decir que acá estoy, que quiero crecer, que tengo ganas de hacerlo", recuerda. Las oportunidades no siempre llegan solas. A veces hay que provocarlas. Era una visión a largo plazo, una hoja de ruta construida desde el mérito, la constancia y el riesgo calculado.
Luego de años de crecimiento en Washington, Gabriela Mera tomó una decisión que pocos en su posición se atreven a considerar, la de volver a Ecuador. "Yo no visualizaba tener hijos en Estados Unidos", admite. Recordaba que sus colegas mujeres corrían a buscar a sus hijos en la guardería, y volvían a la oficina para seguir trabajando mientras los niños dormían en una silla. Esa imagen la marcó. No era el entorno que quería para criar a su familia...
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