Aprender a comer lentejas
Un día, el filósofo Arístipo, cortesano del rey y entusiasta del confort, vio a Diógenes comiendo lentejas en la calle. Con un tono condescendiente le dijo: - Si aprendieras a halagar al rey, no tendrías que comer lentejas. A lo que Diógenes respondió: - Y si tú aprendieras a comer lentejas, no tendrías que halagar al rey.

La historia es antigua, pero la metáfora está viva. Porque aún hoy, en muchas organizaciones, hay quienes siguen halagando al rey: soportan liderazgos abusivos, estructuras jerárquicas que invalidan la voz, jornadas que ignoran los límites, culturas que premian la obediencia ciega. Lo hacen por miedo, por necesidad o por costumbre. Y muchas veces lo hacen en nombre de una virtud que se ha vuelto peligrosa: la resiliencia.

La resiliencia está en todas partes. Se menciona en conferencias, se imprime en posters motivacionales, se exige en entrevistas de trabajo. Queremos empleados que “aguanten”, que se adapten, que no se quejen. Y cuando no lo logran, los tachamos de frágiles. Pero poco se discute que la resiliencia, cuando no va acompañada de dignidad, se transforma en una trampa silenciosa. No es valentía, es resignación forzada. No es fortaleza, es normalización del maltrato. Aplaudir la resiliencia sin preguntarnos por qué la estamos necesitando es una forma elegante de evadir responsabilidad como líderes.

En este contexto, poco se habla del verdadero nombre de algunas prácticas cotidianas: mobbing. Mientras en los colegios hablamos con claridad de bullying, en el mundo adulto disfrazamos el acoso con palabras como “exigencia”, “trabajo bajo presión” o “perfil competitivo”. El mobbing (acoso laboral sistemático) ocurre cuando alguien es humillado, silenciado, intimidado o desgastado de forma persistente. Puede venir de un jefe, de un equipo, o incluso de la cultura de la organización. Y se tolera más de lo que se admite. A veces se normaliza. O peor aún, se celebra como dureza de carácter o “estilo de liderazgo”.

La narrativa del aguante también alimenta otro mito: el de la fragilidad generacional. Se acusa a las nuevas generaciones de no resistir, de ser más emocionales, de carecer de compromiso. Pero la realidad es otra: están más dispuestos a incomodarse por coherencia que a ceder por conveniencia. No están huyendo. Están dejando de halagar al rey. Y ese acto, lejos de ser fragilidad, es una forma profunda de dignidad activada.

Ahora bien, un liderazgo consciente no significa ausencia de exigencia. Exigir también es cuidar. Desafiar a las personas a crecer, a expandir sus capacidades y a contribuir con impacto real es parte esencial del rol del líder. Pero la diferencia entre un desafío que inspira y un abuso que desgasta puede ser delgada. Por eso, el liderazgo maduro se mide en su capacidad de distinguir, o al menos de preguntarse con honestidad,  dónde termina el reto sano y dónde comienza el atropello silencioso.

Y es ahí donde empieza el cambio. Cuando dejamos de idealizar la resiliencia como si fuera virtud suprema, y comenzamos a construir culturas organizacionales que no demandan aguante heroico, sino condiciones humanas. Cuando dejamos de validar solo los resultados, y empezamos a respetar también los límites. Cuando dejamos de hablar solo hacia arriba, y empezamos a escuchar hacia abajo.

Hay tres cosas que todo líder puede comenzar a hacer hoy si quiere construir una organización más saludable y digna:

  1. Que el respeto no dependa del resultado. El respeto no se gana por KPI. Se ofrece por humanidad.
  2. No idealices la resiliencia, normaliza los límites. Decir “no puedo más” también es una forma de responsabilidad profesional.
  3. Desafía desde el propósito, no desde el miedo. La excelencia florece cuando las personas entienden por qué importa lo que hacen y sienten que crecer no implica perderse a sí mismas.

Tal vez ha llegado el momento de dejar de elogiar a quienes lo aguantan todo, y empezar a proteger a quienes se atreven a decir “esto no está bien”. Porque el liderazgo verdadero no se mide por cuántos obedecen, sino por cuánta dignidad se conserva bajo tu influencia.

Tal vez, como decía Diógenes, la libertad no empieza cuando conseguimos el mejor salario o el mejor título, sino cuando dejamos de necesitarlos para ser fieles a lo que creemos justo.

En otras palabras: cuando aprendemos, con dignidad y coherencia, a comer lentejas. (O)