Una de las habilidades menos exploradas en el proceso de migración estudiantil es la relacionada con los hábitos culinarios de los estudiantes internacionales nóveles. En este contexto, YouTube e Internet se han convertido en aliados formidables para quienes, en algún momento de la vida, nos atrevimos a desafiar prejuicios y estereotipos que nos hicieron ver la cocina como un territorio sagrado e inaccesible, muchas veces por razones tan absurdas como el machismo.
Afortunadamente, el cambio en el orden social y laboral —acelerado por la pandemia— impuso nuevas reglas de convivencia que adquieren un significado profundo cuando uno se enfrenta al desafío de estudiar o vivir lejos de su país. Gracias a la experiencia en nuestros programas de acompañamiento vocacional, hemos comprobado que esta es una de las competencias más importantes para los jóvenes que deciden emprender la aventura de dejar su ciudad o país de origen para cursar una carrera universitaria o un posgrado.
Un estudio de la Universidad de Zaragoza, realizado con una muestra de 1.055 estudiantes universitarios, concluye que los patrones alimentarios no saludables son comunes en esta población y están directamente relacionados con mayores niveles de ansiedad, estrés y depresión. Desde esta perspectiva, enseñar a nuestros hijos algunas recetas básicas no solo fomenta su independencia, sino que también contribuye a su bienestar personal, emocional y económico. Les aseguro que esto es tan real como poco creíble... hasta que se vive: el gasto excesivo de recurrir a diario a cadenas de comida rápida puede desbalancear cualquier presupuesto estudiantil.
Más allá del beneficio económico, cocinar también puede convertirse en un acto de catarsis personal. Desde el momento en que se imagina el plato —quizá días antes—, se planifica la compra y se buscan los ingredientes, todo el proceso adquiere un carácter casi meditativo. Quienes crecimos con poderosas referencias gastronómicas, como las de nuestras madres o abuelas, sabemos que ciertos ingredientes "secretos" no se consiguen fácilmente fuera de casa, lo que obliga a improvisar y a explorar alternativas locales. Esta búsqueda, lejos de ser una limitación, se transforma en una oportunidad de descubrimiento cultural.
En la cocina, el equilibrio entre el orden y la improvisación despierta todos los sentidos. Si a esto se suma la música, el ritual se convierte en una experiencia que llena de emociones. En mi caso, el repertorio varía: desde las atmósferas envolventes de Adrián Berenguer, Philip Glass, Ludovico Einaudi, Max Richter, Thomas Howe o Alberto Iglesias; pasando por los clásicos eternos de Bach, Mozart o Vivaldi; hasta la nostalgia noventera de Hombres G, Fire Inc., Olé Olé o Mecano. Para preparaciones con tintes clásicos, suenan The Beatles, ABBA o Queen. Si el menú es latino, siempre están presentes Juan Luis Guerra, Carlos Vives o Marc Anthony. Un buen vino se acompaña con Audrey Hepburn, Joaquín Sabina o Yo-Yo Ma, y para el instante íntimo del bajativo, Carla Bruni, Alejandro Sanz, Fonseca o Julieta Venegas sellan la magia.
Este ejercicio termina por convertirse en un ciclo perfecto en el que cocinar se transforma en una celebración de la vida. Volver al punto de partida, descender de esa nube catártica y reincorporarse a la rutina diaria, se siente como un acto de reivindicación y paz personal.
No exagero al proponer a los lectores que se atrevan a convertir el aprendizaje gastronómico en un depósito emocional dentro de esa "cuenta de ahorros imaginaria" que utilizamos para enfrentar los avatares de la vida. Y si esta historia les inspira a embarcarse en este viaje sensorial junto a sus hijos, quizá descubran que no es solo un momento de relajación, sino el regalo de una competencia clave para sobrevivir a la insospechada aventura de estudiar lejos de casa.
¡Salud y buen provecho! (O)