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En la política, como en la mitología, hay melodías que parecen irresistibles. Muchas veces, las promesas se disfrazan de orden y eficacia, sin embargo, tras su dulzura se esconde el riesgo de encallar en rocas que no perdonan. La Constitución, aunque incómoda para algunos, es el mástil y la tripulación que nos impiden ceder a esos cantos seductores que disfrazan la concentración de poder como salvación.

10 Agosto de 2025 16.29

Hace algún tiempo, un primo me contó una lección que le dejó un profesor, no era una sobre leyes o reformas, sino extraída de un pasaje de La Odisea. Su tutor les recordó que, en el viaje de regreso a Ítaca, Ulises supo que debía atravesar aguas habitadas por sirenas, criaturas que con su canto hipnótico atraían a los marineros hacia rocas afiladas donde las naves se destrozaban.

El héroe griego no era ingenuo. Sabía que la belleza de esa música sería irresistible, incluso para él. Por eso, en lugar de confiar en su fuerza de voluntad, se ordenó a sí mismo una trampa. Pidió a su tripulación que lo ataran fuertemente al mástil y que se taparan los oídos con cera de vela para no escuchar nada. Les advirtió que, aunque él gritara, amenazara o suplicara, no debían soltarlo.

Desde una perspectiva directa, poco tiene que ver esta escena con jurisprudencia. No obstante, si se mira con mayor profundidad, Ulises representa a un gobernante que, seducido por una idea, puede llegar a exigir a los demás que lo sigan, aunque eso signifique acercar el barco al desastre. La tripulación con la cera en los oídos simboliza a las instituciones y a la Constitución, sordas a los caprichos del poder, firmes en su deber de mantener el rumbo, aunque el capitán proteste.

Y como Ulises atado, los gobernantes autoritarios (o quienes sueñan con serlo) pueden gritar cualquier cosa; ordenar virajes peligrosos, prometer puertos inexistentes o anunciar tormentas imaginarias para justificar un cambio de rumbo. Pero si las instituciones mantienen sus oídos sordos, el barco avanza sin desviarse. El verdadero peligro comienza cuando esa cera se retira y cada palabra del capitán se convierte en ley inapelable. Cuando el mástil ya no sujeta y la tripulación deja de resistir, la nave queda a merced de un solo impulso.

La metáfora nos recuerda que el poder, por más legítimo que sea en su origen, siempre tiene la tentación de probar el canto de las sirenas. A veces se disfraza de eficiencia: "si me dejan actuar sin trabas, resolveré todo más rápido". Otras veces se viste de seguridad: "si concentro el control, recuperaré el orden". Y hay días en que adopta la voz de la modernización: "estas reglas son viejas, hay que romperlas para avanzar". Pero el resultado suele ser el mismo. 

La Constitución es ese sistema de cuerdas y cera. Es incómoda, limita, desespera a quienes quieren resultados inmediatos. Sin embargo, es la garantía de que, incluso cuando el capitán esté convencido de que sabe adónde va, la nave no será arrastrada hacia las rocas por una melodía peligrosa. Es, además, el escudo de quienes menos poder tienen, de los ciudadanos que no están en la cubierta de mando, pero que dependen de que la embarcación llegue intacta a puerto.

Romper ese equilibrio no es un acto inocente. Cuando un poder intenta alterarlo, abre la puerta para que las voces del momento ahoguen las reglas que sostienen la convivencia. Si esos pilares caen, la reconstrucción es lenta y muchas veces, imposible. Basta mirar a las democracias que, tras ceder a un canto seductor, se encontraron sin mástil, sin tripulación y sin rumbo.

Las sirenas siempre cantan con belleza. Pero la historia enseña que, sin tripulación que resista y sin mástil que sujete, no hay un destino posible. Ceder al canto puede sentirse como avanzar, hasta que el barco se rompe y el silencio reina en el fondo del mar. (O)

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