El espectáculo, valor supremo
El problema está en que el espectáculo no sirve para salvar países, ni para gestionar la economía, ni para enseñar. Sirve para entretener, hacer reír, encubrir mentiras, vender gato por liebre, inducir a los crédulos a vivir de la estafa del facilismo y convencer a “su” público de que todo es gratis, hasta que, inevitablemente, llegue la hora de la verdad.

El espectáculo como recurso e “ideología” explica el tono del discurso predominante y la forma de hacer política.  Así mismo, si algo permite entender muchos de los estilos que prosperan en la sociedad civil, es su vocación por el espectáculo. En estos tiempos, incluso el arte, pierde calidad y cede a las tentaciones de lo teatral. Alguna literatura apuesta también al triunfo en los escenarios, aunque sea en desmedro del talento, la sensibilidad y el idioma. 

Muchos eventos públicos, olvidando el rigor y la ponderación, se han convertido en “puestas en escena”. La propaganda política, bajo la idea de que la democracia es una feria de ilusiones, se reduce a un show agobiante. La publicidad desbocada es la madre del comercio. Las angustias que saturan la vida moderna tienen que ver con la obsesión por el protagonismo, con la ansiedad por estar en la foto y con el afán de notoriedad, que marcan desde la afición a la riqueza fácil, hasta el modo de conducir el auto. Todos quieren ser protagonistas, demostrar importancia y poder, dominar, trepar sobre los competidores, meterse por los resquicios, aunque fuese a codazo limpio, y hacer alarde. 

El populismo ha envenenado la democracia. El populismo expresa, en la política, el “valor social” del espectáculo. Los actores-caudillos venden humo, cuentan chistes y manipulan a los crédulos, para transformar al pueblo en público y, para hacer de lo que pomposamente se llama “ciudadanía”, una “barra brava”, y suplantar así la mínima racionalidad que exige un sistema de gobierno serio, con la constante búsqueda de aplausos, con demagogia y “popularidad”. El espectáculo ha desplazado a las ideas. Desde siempre, el circo impera y en la arena triunfa el arlequín.

La ideología del espectáculo influye sobre la vida con tal intensidad que es frecuente que los alumnos, con las excepciones de rigor, se “aburran” en las clases, huyan de los razonamientos abstractos y suspiren para la explicación se haga con dibujitos, o que la lectura se sustituya con alguna telenovela “novedosa”, y que el profesor esté dotado de capacidad histriónica.

El problema está en que el espectáculo no sirve para salvar países, ni para gestionar la economía, ni para enseñar. Sirve para entretener, hacer reír, encubrir mentiras, vender gato por liebre, inducir a los crédulos a vivir de la estafa del facilismo y convencer a “su” público de que todo es gratis, hasta que, inevitablemente, llegue la hora de la verdad. Entonces, no servirán las poses, la teatralidad ni los pretextos. Entonces, los actores huirán del escenario, buscarán culpables y se rasgarán las vestiduras.

El espectáculo, el facilismo, la venta de la felicidad son los grandes problemas de un sistema que de democrático solo tiene el nombre. (O)