Estamos asistiendo a la crisis del sistema democrático. El populismo y las dictaduras han convertido a los regímenes republicanos en una falsificación. Triunfan los extremos. Los déspotas reprimen en nombre de la legalidad. Los corruptos hablan de honestidad. Se justifica la perpetuación en el poder en nombre de los pueblos soberanos. La ciudadanía es una ficción. La representatividad es una palabra vacía. Vivimos en elecciones perpetuas, y los políticos, anclados cada cual en su carrera, no miran más allá del horizonte de su grupo.
¿Es responsable cerrar los ojos y hacerle juego a la decadencia? ¿La defensa de la democracia impone decir la verdad y hablar de lo “políticamente incorrecto”? Parece llegado el momento de plantear, más allá de la coyuntura, aquello de la “calidad de la democracia”
I.- La democracia exige buena ciudadanía.- Hablar del pueblo como abstracción útil para hacer discursos, apelar a su soberanía y endiosar esos conceptos, ha sido la gran excusa para acceder al poder, y ejercerlo sin responsabilidad. Sin embargo, lo que tenemos no es pueblo como entidad política activa, consciente, como fuente del derecho a mandar, como clave de la representatividad. Lo que tenemos es un público que mira el espectáculo, que responde a las sugestiones de la propaganda, que aplaude, que desfila y grita como parte de los actos de masas.
La democracia, sin embargo, exige buena ciudadanía, exige calidad individual, juicio crítico, un poco de convicción y mucho menos sentimentalismo. Y eso implica hablar de las peras del olmo: educación, más información y menos publicidad. Implica veracidad de los dirigentes, realismo en las ofertas. Implica asumir que la democracia es cuestión de personas concretas, de votantes de carne y hueso. Supone aceptar que quien debe decidir, quien debe juzgar, no es el tumulto del que se sirve cualquier caudillo para esconder sus intereses.
II.- La democracia exige buenas reglas.- La Constitución y las leyes no pueden ser papel mojado, no pueden ser manifiesto partidista, no deben ser herramientas del poder. Deben ser instrumentos claros, leales, estables, coherentes, que articulen los legítimos intereses y derechos de las personas, que hagan posible que el sentimiento de justicia, seguridad y solidaridad, sean hechos cotidianos, cercanos a cada uno.
El tema es que las buenas reglas exigen buenos legisladores, cuyos horizontes rebasen los marcos partidistas y las consignas electorales. Exigen administradores públicos honrados y jueces íntegros, independientes, austeros. ¿Es posible todo esto?
III.- La democracia es tolerancia.- La principal virtud de la democracia –la tolerancia- es, al mismo tiempo, su mayor debilidad. El electoralismo, el populismo y los estilos de los caudillos apuestan a la intolerancia, a la descalificación del adversario, a la condena rotunda. La propaganda es un recurso de exclusión que llena el imaginario colectivo de preferencias sesgadas, de ángeles salvadores, de sonrisas falsas, de promesas mentirosas. Si uno mira objetivamente entrevistas y noticieros, puede concluir que en política no hay adversarios, ni competidores legítimos, hay enemigos, y eso sin duda deteriora el sistema y contribuye a su descrédito.
IV.- El problema de la cultura.- La democracia, para persistir y mejorar, necesita una infraestructura cultural mínima -un sistema de valores- que más allá de los enunciados programáticos de partidos y movimientos, y muy lejos de los discursos, determine la conducta de cada ciudadano, que apele inconscientemente a su ética cívica, y que permita que cada individuo mire a su país como su casa. En ese sentido, la vocación por la libertad es uno de los factores que hacen posible la edificación de la democracia. Eso implica que, en cada persona, debe existir la convicción de que hay un patrimonio de derechos intangibles a partir de los cuales el sujeto decide, acierta o se equivoca, escoge su forma de vida y su estilo de ser; debe existir la convicción de que esos derechos no nacen de la Ley, que son anteriores al Estado, y que las normas legales deben expresarlos en términos jurídicos. La democracia, y las repúblicas liberales no son, por tanto, invenciones artificiosas que germinan en cualquier terreno; pertenecen a la cultura occidental y son hijas del liberalismo, por eso, los socialismos no han sido capaces de establecer regímenes republicanos con raíces sociales, con prolongación en las creencias de cada persona. Por eso, los ensayos que se han montado sobre doctrinas que niegan la autodeterminación de los individuos, han terminado en simples tiranías, escondidas bajo la fachada de las “democracias populares.”
V.- ¿Restaurar la república, es modificar la Constitución?.- No. El tema es más complejo. La reforma constitucional tiene connotaciones importantes, cierto es; pero si se inspira en “proyectos” de corte autoritario, si potencia la teoría de la mano fuerte, puede falsificar la democracia y arruinar a la República, lo que con frecuencia ha ocurrido en el Ecuador. El problema está en admitir que la Constitución y las leyes son instrumentos de las instituciones, y las institucionales son hijas de la cultura, y derivaciones de las creencias sobre las que la sociedad se asienta. La democracia y la República, por eso, son temas difíciles. La legalidad también lo es, como es la tolerancia.
Reformar la Constitución con acierto, y construir un ordenamiento jurídico que asegure iniciativa y libertad, no es asunto que se agote en la política. Y, aunque parezca paradójico, no es asunto de políticos. Es tema que toca a cada ciudadano, a sus convicciones.
El punto de partida está en empezar a hablar de la calidad de la democracia, de la calidad de la representación política, y no solo de la popularidad de los candidatos, que es el eterno equívoco que no acabamos de superar. (O)