El diseño institucional surgido en Montecristi trajo consigo serios problemas económicos. Por un lado, ahogó la iniciativa privada en varias áreas de la economía donde se requería mayor inversión. Por otro, abrió el camino al uso discrecional de fondos públicos, lo que distorsionó al Estado, la economía y la política en los años posteriores a su aprobación.
Este diseño no solo dilapidó el segundo boom petrolero, sino que además estableció una peligrosa cadena de transmisión —de la economía a la política— que complica la gobernabilidad y el desarrollo del país a corto y mediano plazo. Esta estructura se materializa en las reglas fiscales para el uso de la renta petrolera y en las normas, la contratación de deuda, y en la formulación del presupuesto estatal. Por ello, un plan de reformas constitucionales debería enfocarse en reducir la concentración del poder del Ejecutivo sobre los ingresos fiscales.
La Asamblea Constituyente de Montecristi concentró el poder fiscal en manos del Ejecutivo y le otorgó excesiva discrecionalidad. El primer gran problema fue la eliminación del ahorro estatal. La "Ley Orgánica para la Recuperación del Uso de los Recursos Petroleros del Estado y Racionalización Administrativa de los Procesos de Endeudamiento" (sic) eliminó los distintos mecanismos de ahorro de la renta petrolera y canalizó dichos recursos hacia el Presupuesto General del Estado. Además, esta ley facilitó la contratación de deuda, en parte al eliminar el rol del Banco Central del Ecuador y al reducir la capacidad de control de la Asamblea Nacional. Así, se incrementó la discrecionalidad del Ministerio de Finanzas y se creó un Comité de Deuda compuesto exclusivamente por miembros del Ejecutivo.
Paralelamente, se asignaron más recursos al presupuesto mientras se introducían reglas que otorgaban mayor discrecionalidad al presidente. El Capítulo Cuarto de la Constitución, en su Sección Segunda (Política Fiscal), establece que los ingresos permanentes deben financiar gastos permanentes, y que los ingresos no permanentes deben destinarse a egresos no permanentes. Este principio fue posteriormente desarrollado en el Código Orgánico de Planificación y Finanzas Públicas, que eliminó las reglas fiscales previas y facilitó el uso de la renta petrolera —un ingreso no permanente— para incrementar el gasto. Aunque algunos sostienen que estos recursos permitieron aumentar la inversión pública, no debe pasarse por alto que la definición de egresos permanentes y no permanentes quedaba en manos del mismo Ejecutivo. En consecuencia, este tuvo mayor acceso a recursos petroleros y más facilidades para contraer deuda - dos fuentes de ingreso no permanente. El resultado fue un incremento desmedido del gasto público, la expansión del aparato burocrático, y una creciente rigidez e insostenibilidad de las finanzas públicas. Esto se refleja en el hecho de que Ecuador lleva quince años consecutivos incurriendo en déficits fiscales, sin señales claras de reversión en el corto plazo.
Las consecuencias de este mal manejo de las finanzas públicas son al menos tres. En primer lugar, son económicas: las finanzas públicas se han vuelto más volátiles y difíciles de controlar. Gobiernos desde Correa hasta Noboa han enfrentado serios problemas en este ámbito, recurriendo casi exclusivamente al aumento de impuestos como solución. Esta constante búsqueda de recursos, junto con el sacrificio de trabajadores y empresas formales, inhibe el consumo y la inversión, frenando el crecimiento económico.
La segunda consecuencia recae sobre la capacidad del estado. La arquitectura fiscal de Montecristi provocó un estiramiento burocrático. Los ingresos fiscales derivados del boom petrolero sirvieron para incrementar la burocracia más allá de lo que la sociedad y la economía pueden sostener. El resultado es un estado flácido. Una estructura burocrática que no cumple algunas tareas básicas y que no puede afrontar nuevos desafíos, como la inseguridad.
Pero también hay consecuencias políticas. En un país caracterizado por la fragmentación, es extremadamente difícil alcanzar acuerdos sociales y políticos para reestructurar las finanzas públicas. Por ejemplo, el primer intento de eliminar los subsidios a los combustibles derivó en uno de los episodios más violentos y tensos de la historia reciente. Los gobiernos cuentan con escasas opciones políticas para enfrentar esta situación, lo que debilita su gobernabilidad, ya que deben emplear su capital político en reformas tributarias frecuentes. Además, el limitado espacio fiscal reduce su capacidad para atender otros desafíos urgentes, como lo fueron el terremoto de 2016, COVID-19 o la creciente inseguridad.
En definitiva, el déficit fiscal persistente, originado por el diseño institucional de Montecristi, frena el crecimiento económico, debilita al estado, y constituye una fuente adicional de inestabilidad política.
Recientemente, Luis Verdesoto señaló que un nuevo arreglo constitucional debe buscar estabilizar la política y promover certezas sociales. En esta línea, es fundamental reformar la actual arquitectura fiscal y limitar la discrecionalidad del Ejecutivo. Esto implica, en primer lugar, eliminar partes específicas de la Constitución y, en segundo lugar, emprender una profunda reforma de las finanzas públicas. Dicha reforma debe revisar la regla sobre ingresos y egresos permanentes y no permanentes, y restringir la capacidad del Ejecutivo para contratar deuda. (O)