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Cómo destrozar una feria

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La Feria de la Floresta nació hace unos 12 años. Artesanías de lujo, irrepetibles. Casas abiertos. Parejas y familias visitantes, conversadoras. Se respiraba creatividad y sentido de barrio.

23 Diciembre de 2025 14.36

Con motivo de las navidades, este fin de semana se organizó una vez más, la feria de la Floresta. Una costumbre que se arraigó desde hace más de una década. Hay colorido, muchos productos y mucha ropa de segunda, mucha comida y mucho parlante. El sentido y el propósito de la Feria original han cambiado drásticamente. Para peor, lastimosamente.

El barrio de la Floresta, recostado en una loma al este del centro norte de Quito siempre fue un primor. Entre sus sellos de identidad figuraban los árboles siempre verdes, las viviendas tradicionales -con teja y jardín-, el escaso movimiento vehicular contaminante y un sentido de amable unidad. Todos nos conocíamos y sentíamos orgullo de habitar esta loma linda. Nos etiquetaron generosamente como clase media culta.

La directiva barrial fue el centro de iniciativas sociales y el bastión de defensa de un barrio que se resistía a cambiar. Se paró duro frente a las autoridades municipales que jamás entendieron lo que tenían entre manos. Llegaban rara vez sobre todo para las obritas de-a-perro pero de relumbrón. Dirigidas más hacia la propaganda del Alcalde de turno. 

Algo más identificaba al barrio... Por esas cosas de la vida, se alojaron aquí desde hace tiempo algunos artesanos creadores y artistas de palabra y obra. Con sus talleres de trabajo, sus bártulos, sus proyectos. Personas talentosas, librepensadoras, pacíficas y solidarias. Contactaron con sus pares, se visitaron, se asesoraron, se encontraron..

Con el impulso de la Directiva y de un personero municipal “atípico” las conversaciones de los vecinos cristalizaron en la idea de socializar las obras que se cocinaban entre 4 paredes. Abrir el vecindario y sus creaciones al público. Para exhibir las creaciones, venderlas a precios razonables y mostrar los talleres de los autores: sus rincones, sus herramientas, sus procesos de producción. Ambicioso pero diferente. 

Y entonces, los bares alternativos, algunas instituciones y locales, varios garajes, patios, jardines y alguna vereda, se llenaron de obras brillantes. El arte se tomó el barrio. Los impulsores: voluntarios sin intereses escondidos o manoseos de poder. Emergieron las creaciones -pequeñas sobre todo- en cerámica, madera, yeso, plata, cobre, piedra, tagua, vidrio, cera, hojalata, papel, tela… Cero plásticos. 

Y para redondear: algunos alimentos sanos y sin químicos: galletas, mermeladas, quesos, chocolates, infusiones… Y como no podía faltar, unos cuantos locales para picar o beber algo. Los vendedores no eran comerciantes: artistas y artesanos, abuelas, hijos y nietos. 

Las visitas proliferaron. Familias, parejas jóvenes y viejas, buscadores de curiosidades se acercaron a los puestos sin prisas. La compra era el final de diálogos amenos, bocaditos o limonadas o canelazos compartidos sin costo. Se llenaban de barrio.

Y llegaron los promotores externos

Todo óptimo en los primeros años. Hasta que llegaron nuevos animadores del Municipio y la regaron. Introdujeron con insolente ignorancia, dos “modernizaciones” fatales. La primera, ampliación de la participación a medio mundo -del barrio o de afuera- hasta convertir la iniciativa en un pulguero, espacio de venta de ropa y zapatos usados, objetos de plástico, figuras de yeso en serie, mercadería china y hasta peluches con héroes de Disneylandia. Una traición y un golpe bajo.

La segunda también fue desastrosa: comercializarlo todo, elevar los precios, introducir intermediarios, suprimir los diálogos, cultivar el apuro, inundar con reguetón. La cuota para disfrutar de un puesto de exhibición se elevó. Hoy cobran los 50 dólares por un pedazo de vereda pública..

Las Ferias languidecieron sin remedio. Los visitantes disminuyeron. La competencia y las desconfianzas proliferaron. Los contactos personales se minimizaron. La compra-venta compulsiva se tomó el escenario. La estética se fue al diablo. El disfrute, el tiempo extendido, el sentido de vecindario perdieron espacio… Hay que reconocer, de todas maneras, que también los cambios del entorno -construcciones, tráfico, nuevos dueños…- conspiraron para el derrumbe.

Pero no todo es tragedia. Algunos artesanos-artistas se mantuvieron en sus puestos o han vuelto con su talento creador y su afán solidario. Venden sus obras sin compulsión y disfrutan las ferias. Ojalá estas energías renovadas recuperen sentidos de una Feria signada por el afecto y la creatividad. Ojalá podamos admirar de nuevo esa artesanía, que no se inclina ante la tecnología, que no repite ni copia. Ojalá las nuevas ferias de la Mariscal no se corrompan. Ojalá las autoridades municipales dejen de ver los barrios como bastiones para su respaldo.

Sin duda, un buen deseo para el año que viene. (O)

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