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laicismo y religion
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Las iglesias, no solo la católica, son instituciones segregacionistas en desmedro de la sociedad. El laicismo rompe la malévola práctica desde el momento en que independiza al Estado de todo confesionalismo.

17 Diciembre de 2025 12.51

La religión puede inmiscuirse en las conciencias de los seres que toleren ello; esa permisión, se dice, es fe… pero jamás debemos consentirle volcarse al discernimiento de la sociedad como organización. Su sola pretensión debe ser rechazada por el Estado. La sociedad es un conglomerado heterogéneo de personas, dentro de la que hacen presencia las más variadas y disímiles manifestaciones del proceder humano, como las culturales, ideológicas, doctrinarias, políticas, religiosas y todas cuantas definen al hombre en tanto ente pensante, llamadas a ser respetadas sin restricciones. En este contexto aparece el “laicismo”.

Quienes reniegan de la secularización, salvo por estudiosos observantes de realidades más allá del prejuicio, lo hacen dejando de entender qué es el laicismo filosófica, sociológica y políticamente. Limitan su saber a lo transmitido por –peligrosos– curas de barrio y seudo-teólogos. Cuando lo hacen, la consiguiente rusticidad religiosa disemina en la sociedad. Baste escuchar los pueriles testimonios de seres vulgares para oponerse a la doctrina.

Para el filósofo contemporáneo Henri Peña-Ruiz (1947), el laicismo propugna la laicidad. Remite a la “condición emancipada del Estado, de las instituciones y servicios públicos y de los ciudadanos de toda injerencia doctrinaria que les reste la universalidad necesaria en una democracia que cuida de la igualdad y de la libertad”. No es propósito emprender en análisis semánticos ni dogmáticos de las diferencias entre laicismo y laicidad. En todo caso, el primero sintetiza el “régimen político que establece la independencia estatal frente a la influencia religiosa y eclesiástica” (Enciclopedia de la Política, Rodrigo Borja, 1935). Laicidad es un concepto bastante más amplio, pues dice relación con la plena libertad humana para pensar y actuar en consecuencia, según convicciones metafísicas de cualquier orden. Hemos optado por aludir al laicismo, en los términos conceptuados.

El laicismo de la Ilustración, del Enciclopedismo y de la Revolución francesa fue contra-replicado a raíz de los procesos emancipadores de Iberoamérica. El papa Pío VII (1742–1823) promulga en 1816 la encíclica Etsi longissimo terrarum. En ella evoca a los “terribles y gravísimos perjuicios de la rebelión”. Convoca a no “perdonar esfuerzos para destruir la funesta cizaña de alborotos que el enemigo –de seguro pensaba en Satanás– siembra en esos países”. Llama a cerrar filas en defensa de Fernando VII (1784–1833); lo describe como hijo de Jesucristo… para quien nada hay más precioso que la religión y la felicidad de sus súbditos. Recordemos que Fernando el felón, limitado en intelecto y absolutista, negó acatamiento de la Constitución de Cádiz de 1812. A la postre fue obligado a respetarla ante la insurrección del pueblo español. América tuvo en el rey a un buen aliado… interesaba más Europa que el nuevo continente.

Vemos a Roma despachar mensajes ligantes de la religión con el statu-quo colonial, ambos atados a la “felicidad” de los pobladores americanos. La alegría extática es siempre grácil. Apela al cristianismo con propósitos políticos. En otras palabras, la Iglesia católica pone al “poder espiritual” al servicio del “poder político” y viceversa. Concibe un esquema místico-discriminatorio, contra el cual –aun cuando tarde, pero lo hicieron– las nuevas repúblicas reaccionaron recurriendo al laicismo. Las iglesias, no solo la católica, son instituciones segregacionistas en desmedro de la sociedad. El laicismo rompe la malévola práctica desde el momento en que independiza al Estado de todo confesionalismo.

Francia –cuna del laicismo práctico, que no metafísico cuyas nociones primarias el mundo las debe al escocés David Hume (1711–1776)– promulga la Ley de separación de las iglesias y el estado (1905). Ella declara que la “República asegura la libertad de conciencia y garantiza el libre ejercicio de los cultos, con las solas restricciones que la ley prevea en el interés del orden público”. Quien conozca lo que es el laicismo, y no claudique ante su tosquedad intelectual, sabrá comprender que la mayor y mejor garantía al derecho del hombre a creer en un Dios, o a desertar de todo ser etéreo, es precisamente la doctrina en análisis. De allí lo molesto de escuchar a ociosos opositores al laicismo, opinantes sin razonarlo.

En los polos contrarios de los países que no quisieron, por móviles políticos, entender las bondades del laicismo están la Unión Soviética comunista y la España franquista. Los dos, regímenes que por igual atentaron infamemente contra sus pueblos. Aquella, al imponer el ateísmo como “religión del Estado”. Esta, al disponer que la Iglesia católica sea la única y verdadera fe… inseparable de la conciencia nacional que inspira su legislación, afirmaba Francisco Franco (1892–1975) con torpeza. Las dos declaraciones fueron rebasadas por el talento, que temprano o tarde prevalece por sobre el sinsentido de seres carentes de entendimiento y de academia. (O)

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