Basado en las ideas propuesto por Jeffrey Jensen Arnett en su libro "Emerging Adulthood: The Winding Road from the Late Teens Through the Twenties", que he leído durante este tiempo, este artículo parte de una idea fundamental: entre los 18 y los 29 años ha emergido una nueva etapa del desarrollo humano —ni adolescencia ni adultez plena— marcada por la búsqueda de identidad, la inestabilidad y la exploración activa de posibilidades. Esta etapa, conocida como adultez emergente, es el marco perfecto para entender el fenómeno creciente de jóvenes latinoamericanos que deciden iniciar sus estudios universitarios en el extranjero.
Con el cierre del ciclo escolar, miles de familias en América Latina se encuentran acompañando a sus hijos en el proceso de selección de universidades internacionales. Llama particularmente la atención que más de un 50 % de las familias que han recurrido durante este último ciclo a servicios de guía y orientación de carrera en países como Ecuador, Colombia, México, Perú y Costa Rica, lo han hecho con el objetivo de postular a universidades fuera de sus países de origen.
La atención, como es natural, suele centrarse en lo académico: acreditaciones, exámenes estandarizados, aplicaciones, ensayos y entrevistas. Sin embargo, emigrar para estudiar no es solo un proceso educativo; es una transformación vital, un tránsito emocional e identitario que merece una preparación más integral. Se trata de empacar una mochila invisible, cargada no solo de libros y laptops, sino de habilidades esenciales para la vida.
Ernett sostiene que en la adultez emergente la exploración independiente de las posibilidades vitales es más amplia que en cualquier otra época, y es clave comprender que, nuestros hijos no solo están cruzando fronteras geográficas; sino en preparación para atravesar una etapa crítica de autoconstrucción. Y aunque la educación formal será clave, la diferencia entre sobrevivir y florecer puede estar en las habilidades blandas, esas que a menudo no figuran en los programas académicos, pero que resultan determinantes.
Hablamos de autonomía, inteligencia emocional, resiliencia, gestión del tiempo, organización doméstica básica y, sí, cosas tan sencillas como saber cocinar arroz, preparar una sopa o tender la cama cada mañana. Estos gestos cotidianos se convierten en anclas emocionales, especialmente cuando el entorno es nuevo y los afectos están a miles de kilómetros de distancia.
Además, la educación financiera temprana es crítica: enseñar a administrar un presupuesto, controlar gastos, planificar compras o evitar deudas impulsivas. Esta habilidad protege no solo el bolsillo, sino también la salud mental. Porque la paz que da el orden financiero no se aprende mágicamente en una universidad, se cultiva en casa.
Por eso es urgente promover una logística amorosa: un acompañamiento intencional que combine herramientas prácticas con apoyo emocional. Como padres, no podemos evitarles los retos, pero sí podemos ayudarles a construir estructuras internas que les den confianza, criterio y contención.
Preparar a un hijo para estudiar en el exterior no es solo una inversión educativa, es una apuesta por su futuro como persona. Es comprender que la universidad empieza en casa, y que la verdadera formación empieza mucho antes de tomar el vuelo, al final siguiendo a Arnett, la llamada adultez emergente es el período más libre, más centrado en uno mismo, y potencialmente más transformador de la vida de los adolescentes. (O)