Imagine un experimento sencillo: se reúne a un grupo de personas y se les cuenta que un compañero acaba de recibir un premio. La mayoría sonríe, algunos aplauden, otros incluso felicitan con entusiasmo. Pero si pudiéramos leer las emociones internas, descubriríamos otra realidad: varios sienten una punzada de incomodidad, un nudo en el estómago, esa sensación silenciosa de pensar "¿y por qué él y no yo?".
No se trata de un invento literario. Numerosos estudios sociales muestran que el éxito ajeno despierta emociones ambivalentes: admiración, sí, pero también envidia. Y este fenómeno, que siempre ha estado presente en la naturaleza humana, se ha multiplicado de manera exponencial con la irrupción de las redes sociales.
Hoy no solo nos comparamos con el vecino o el compañero de trabajo: nos comparamos con miles de personas que, desde una pantalla, muestran solo los fragmentos más brillantes de su vida. Instagram, TikTok o LinkedIn se han convertido en auténticos escaparates de logros editados: el viaje perfecto, el ascenso soñado, el cuerpo entrenado, la familia feliz. Y claro, esa exposición constante nos deja vulnerables a una emoción que rara vez confesamos en voz alta: la envidia.
La comparación social: un espejo incómodo
La psicología lleva décadas tratando de entender este fenómeno. En 1954, Leon Festinger introdujo el concepto de comparación social, señalando que los seres humanos necesitamos contrastarnos con otros para construir una idea de quiénes somos y cuánto valemos. En principio, compararnos no es malo: puede darnos información útil y motivarnos a mejorar. El problema surge cuando esas comparaciones, en lugar de inspirarnos, nos hieren.
La neurociencia incluso ha comprobado que la envidia puede doler físicamente. Un estudio publicado en Science demostró que esta emoción activa en el cerebro las mismas áreas relacionadas con el dolor físico. Es decir, ver que al otro le va bien puede ser vivido por nuestro organismo como una herida real.
Dos caras de una misma moneda
Lo interesante es que la envidia no siempre es destructiva. Los investigadores Van de Ven, Zeelenberg y Pieters (2009) distinguieron dos formas de vivirla:
- La envidia benigna, que nos impulsa a admirar y a aprender del otro, motivándonos a mejorar nuestro propio camino.
- La envidia maligna, que nos lleva al resentimiento y al deseo de que el otro fracase, aunque eso no cambie en nada nuestra vida.
Ambas reacciones parten del mismo origen: reconocer que alguien logró algo que nosotros no. La diferencia está en lo que hacemos después con esa sensación inicial.
Envidia 2.0: las redes como lupa
Hasta hace unas décadas, las comparaciones eran locales: el vecino que cambiaba de coche, el primo que se graduaba, el compañero que se casaba. Hoy la vara se ha globalizado. Con un simple "scroll", tenemos acceso a vidas que parecen siempre más exitosas, felices o interesantes que la nuestra.
Un estudio de Krasnova y colegas en 2013 lo confirmó: el uso intensivo de Facebook aumenta los sentimientos de envidia y disminuye la satisfacción con la vida. Y aunque sepamos que lo que vemos son solo pedazos seleccionados, nuestra mente los interpreta como referencia real. El resultado es que vivimos en un estado constante de comparación, donde pareciera que siempre estamos corriendo detrás de alguien más.
El reto de educar en tiempos de pantallas
Aquí aparece un desafío enorme para quienes somos padres, docentes o mentores: ¿cómo acompañar a las nuevas generaciones en este mundo de comparaciones globales?
Nuestros hijos crecen en un ecosistema donde el éxito se mide en likes, seguidores y validaciones digitales. Y si nosotros, con cierta madurez emocional, aún caemos en la trampa de la envidia, ¿qué podemos esperar de adolescentes que están construyendo su identidad en este contexto?
La clave no está en negar la envidia, sino en hablar de ella con naturalidad, sin moralismos. Hay que reconocer que todos la sentimos, pero que no todos la gestionamos de la misma manera. Mostrarles que esa incomodidad no tiene por qué convertirse en resentimiento: puede ser un motor de crecimiento personal.
Cómo transformar la envidia en motivación
Existen algunas prácticas que pueden ayudarnos, tanto a nosotros como a las nuevas generaciones, a darle un giro positivo a la envidia:
- Nombrar la emoción: aceptar sin culpa que sentimos envidia. Negarla solo la hace más tóxica.
- Buscar qué admiramos: preguntarnos qué tiene el otro que valoramos y por qué.
- Usar esa incomodidad como impulso: dejar que la envidia benigna nos motive a mejorar, no a hundirnos.
- Practicar la gratitud: enfocarnos en lo que sí tenemos y en nuestros propios logros.
- Celebrar a los demás: entrenar la capacidad de alegrarnos genuinamente por el éxito ajeno, porque su camino no compite con el nuestro.
Una anécdota reveladora
Hace poco, mientras acompañaba a un futuro bachiller latinoamericano en su proceso de evaluación vocacional, me confesó algo que me conmovió. Le pregunté por qué quería estudiar en el extranjero y su respuesta fue clara: "Es que todos mis amigos se están yendo fuera y yo no quiero quedarme atrás".
Esa frase refleja con honestidad la raíz de muchas de nuestras envidias: el miedo a quedarnos rezagados. No era odio, no era resentimiento, era simplemente temor de no estar al nivel de los demás. Y esa es quizá la gran enseñanza: que la envidia, en el fondo, es una señal de lo que valoramos y de lo que tememos perder.
Cambiar la pregunta
Al final, se trata de reformular la mirada. En lugar de preguntarnos "¿por qué a él sí y a mí no?", podemos plantearnos otra cuestión más saludable: "¿qué puedo aprender de esto para crecer a mi manera?".
Si logramos enseñarles a nuestros hijos que el éxito ajeno no es una amenaza sino un espejo de posibilidades, habremos dado un paso enorme. No se trata de negar la incomodidad, sino de usarla como trampolín. Porque, aunque nunca dejaremos de compararnos, siempre podremos elegir qué hacemos con esa comparación. (O)