Todo empezó con una clase inolvidable. Era 2008, yo estudiaba mi MBA en Buenos Aires y uno de nuestros profesores invitados era Kevin Roberts, el entonces CEO de Saatchi & Saatchi, y el creador del poderoso concepto de Lovemarks. En ese momento, Roberts era uno de los grandes íconos del marketing mundial, y su propuesta era tan provocadora como seductora: las marcas no debían conformarse con generar respeto o reconocimiento; debían aspirar a generar amor. Solo así lograrían una lealtad que trascendiera la lógica, una conexión que sobreviviera al precio o a la competencia.
Roberts hablaba con energía disruptiva. En aquella clase denunció el "business as usual" con una crudeza memorable: criticó la obsesión de las empresas con la eficiencia a costa de la creatividad, la avaricia corporativa disfrazada de estrategia, y el oportunismo con el que se abordaban los mercados en desarrollo. Nos invitó a pensar en negocios con propósito, sostenibilidad, empatía.
Y lo hizo vestido con su emblemática camiseta negra de cuello redondo.
En un momento, pidió permiso para burlarse de las autoridades universitarias presentes en la sala. Miró a los académicos trajeados en primera fila y les dijo, con ironía punzante: "Esas corbatas representan todo lo que está mal con el mundo de los negocios. Son un símbolo del poder viejo, de la rigidez, de la homogeneidad masculina. Quítense la corbata y comiencen a transformar".
Yo tenía veintiseis años y estaba sediento de nuevos referentes. Esa frase me marcó. Desde entonces, nunca más trabajé en un lugar que exigiera corbata. Y cuando me casé, una década después, lo tuve claro: en mi boda no habría corbatas. La decisión no era estilística, era simbólica. Había decidido quemar la corbata. Renunciar a ella como emblema del status quo, como uniforme del mundo que prefería dejar atrás.
Durante años viví con gratitud hacia ese momento y hacia Roberts. Su pensamiento me acompañó en decisiones importantes, en cómo liderar equipos, en cómo enseñar a mis estudiantes de negocios que las marcas deben conectar con la humanidad, no solo con el bolsillo.
Pero el amor se complicó.
Años después me enteré que Kevin Roberts había sido acusado de hacer comentarios machistas e inapropiados. Su reputación cayó en picada y su figura fue cancelada por buena parte del mundo empresarial. Mi referente había caído. Y con él, se tambaleaban las ideas que tanto me habían servido.
¿Qué debía hacer? ¿Descartar por completo su obra? ¿Renunciar a los principios que habían guiado mi carrera?
Fue una etapa de confusión. Pero con el tiempo entendí algo que me transformó aún más profundamente que aquella clase en Buenos Aires: Roberts solo se había quitado la corbata del cuello, no la de la mente.
Hay corbatas que no se ven. Son invisibles, pero están apretadas. Son esas que nos dicen cómo deberíamos comportarnos para "encajar", para ser "profesionales", para escalar posiciones. Son símbolos de poder, de pertenencia, de "normalidad corporativa". Pero también son grilletes mentales que nos impiden evolucionar con los tiempos.
Hoy, liderar con corbata mental es ignorar el clamor de nuevas generaciones que ya no quieren hacer negocios a cualquier costo. Es aferrarse a modelos de éxito caducos, a estructuras que privilegian el corto plazo sobre el impacto duradero, al beneficio individual sobre el bienestar colectivo.
Quemar la corbata, entonces, no es solo un acto de vestimenta. Es un acto de conciencia y coherencia.
Es asumir que el verdadero cambio ocurre cuando nos despojamos de los viejos símbolos externos e internos del poder. Cuando dejamos de lado no solo el traje, sino también la mentalidad que lo acompaña: la de imponer en lugar de escuchar, de dominar en lugar de colaborar, de competir en lugar de construir.
Hoy, la sostenibilidad no es una opción. El liderazgo empático no es una moda. Y el talento joven —nuestros colaboradores, nuestros consumidores, nuestros futuros jefes— no tolera la hipocresía de marcas que hablan de impacto, pero actúan por interés.
En este contexto, quemar la corbata es una invitación a liderar con propósito. A entender que los negocios más poderosos del futuro no serán los más grandes, sino los más conectados con el bienestar de su comunidad y del planeta.
La próxima vez que te pongas una corbata —física o mental— pregúntate: ¿lo haces por convicción o por costumbre? ¿Para verte bien o para sentirte aceptado? ¿Para destacar o para esconderte detrás de un rol?
El mundo no necesita más líderes encorbatados. Necesita líderes desatados. Libres. Coherentes. Con el coraje de transformar no solo lo que hacen, sino lo que son.
Y tú, ¿te animas a quemar la corbata? (O)