La malla actual responde a una lógica obsoleta. Se basa en la acumulación de contenidos, la memorización de datos inútiles, la repetición de fórmulas, el culto a la letra exacta. No forma ciudadanos, ni pensadores, ni innovadores. En un mundo donde las máquinas pueden memorizar más que nosotros, ¿cuál es el sentido de formar humanos que no saben hacer nada más que repetir lo que otros ya dijeron?
El problema es cultural. En Ecuador, la educación aún es vista como una rutina de contención. Se espera que los niños estén ocupados, que estén "aprendiendo algo", aunque ese algo no sirva para nada. Se diseña la escuela como una fábrica de obediencia, no como un laboratorio de pensamiento. Se celebra que un estudiante sepa toda la tabla periódica, pero no se le da herramientas para entender cómo esa química incide en el cambio climático, en la alimentación, en la energía. Se lo obliga a repetir fechas de batallas, pero no se le enseña a identificar patrones históricos, a conectar causas y consecuencias, a hacerse preguntas incómodas.
La estructura curricular ecuatoriana fue diseñada en otra época, con otros fines, para otro tipo de sociedad. Y como toda estructura obsoleta, se resiste al cambio. Se actualiza cosméticamente. Se cambian nombres de asignaturas, se introducen temas de moda en forma superficial (emprendimiento, robótica, educación financiera), pero el esqueleto sigue igual. Nadie se atreve a decirlo, pero lo evidente es que la malla curricular no necesita una reforma, necesita ser incinerada.
Hay ejemplos que demuestran que otro camino es posible. En los países nórdicos, particularmente en Finlandia y Estonia, el currículo fue repensado desde sus cimientos. No se trató de agregar materias nuevas, sino de cambiar el enfoque completo de la educación. Se dejó de priorizar la memorización y se puso al centro el pensamiento crítico, la lógica, la colaboración, la creatividad y la adaptabilidad. En Finlandia, por ejemplo, los niños aprenden lógica formal desde edades tempranas. En lugar de memorizar definiciones, aprenden a construir argumentos, a cuestionar ideas, a resolver problemas reales. Se les entrena para pensar.
Estonia, un país que hace treinta años era parte del bloque soviético, hoy lidera la digitalización educativa en Europa. El 100 % de sus escuelas enseña pensamiento computacional desde la educación básica. En tercer grado ya programan porque entendieron que pensar como un programador es una habilidad mental clave en el siglo XXI.
Mientras tanto, en Ecuador seguimos entrenando estudiantes para rendir pruebas que miden lo que Google puede responder en segundos. No enseñamos a buscar información, ni a contrastarla, ni a construir conocimiento. Educamos para aprobar. En ese modelo, el fracaso ya está escrito.
No es casual que las habilidades más valoradas por el Foro Económico Mundial en sus proyecciones de empleabilidad para 2025 y 2030, como pensamiento analítico, aprendizaje activo, creatividad, liderazgo e inteligencia emocional, estén completamente ausentes en nuestra estructura curricular. Una decisión política que cuesta caro.
Lo que está en juego es la capacidad de una generación para participar de un mundo que no va a detenerse a esperarla. La inteligencia artificial, la automatización, los algoritmos, la robótica, la bioingeniería, todo eso ya está aquí, no es ciencia ficción.
Quemar la malla curricular no es destruir la escuela, ni eliminar contenidos. Significa reconstruir desde una nueva lógica. Una que parta de la pregunta: ¿qué necesita aprender un ser humano para ser libre y relevante en el siglo XXI? La respuesta no está en un libro de texto ni en los viejos planes del Ministerio. Está en el futuro que ya estamos habitando, uno que exige aprender a aprender, pensar críticamente, colaborar, adaptarse, reinventarse constantemente.
Esto requiere desmontar muchas cosas como las evaluaciones estandarizadas que castigan la diferencia, los horarios rígidos que fragmentan el conocimiento, las jerarquías escolares que sofocan la creatividad. El costo es social, económico y existencial.
El miedo al cambio no puede seguir siendo excusa para sostener lo insostenible. La educación no es un museo, es una herramienta para que los seres humanos naveguen lo desconocido.
Destruir la malla curricular es un acto de responsabilidad. Solo podemos construir lo nuevo, cerrando la puerta a los errores del pasado. Si no lo hacemos nosotros, será el mundo quien se encargue de dejarnos atrás, una promoción a la vez. (O)