Umberto Eco escribió: "En realidad, el "pueblo" como expresión de una única voluntad y de unos sentimientos iguales, una fuerza casi natural que encarna la moral y la historia, no existe. Existen ciudadanos que tienen ideas diferentes, y el régimen democrático (que no es el mejor pero, como suele decirse, es el menos malo) consiste en establecer que gobierna el que obtiene el consenso de la mayoría". Esto es verdad. El "pueblo", como realidad política concreta, es una ficción, una construcción virtual que permite legitimar el poder a través de la idea de la "voluntad popular", que derivó del concepto de Rousseau de la “voluntad general”, es decir, del mandato de un fantasma que justifica lo que hacen los gobiernos o los parlamentos.
I.- El pueblo y las masas.- Se dirá que el pueblo son las masas, y que está presente en las concentraciones y en los desfiles; y que es el pueblo quien vota y elige. Pero esas masas y multitudes, ¿son realidades diferentes de cada ciudadano? ¿Son entes autónomos que perduran incluso cuando las marchas se disuelven y las elecciones pasan? ¿Hay voluntad y conciencia, distintas de las de cada persona, que flotan sobre la sociedad y justifican el poder político ejercido, no por los ciudadanos, sino por el grupo a quien se le atribuye el mando?
El concepto de la "voluntad general", ahora llamada "voluntad popular", fue una construcción, una ficción política, a la que acudieron los pensadores del siglo XVIII para solucionar el problema que aquejaba, y que aqueja, a la democracia representativa en la sociedad de masas: había que justificar el poder del grupo organizado que llegaba al gobierno, transformar las mayorías de votantes en el "pueblo", y sustentar la tesis de que la soberanía y sus atributos se transferían al grupo triunfante. Solo así se podía legitimar el sistema y lograr la obediencia de todos, incluso de los opositores. En cierto modo, la invención del pueblo fue un recurso de algún modo necesario, pero también muy utilitario.
II.- La mayoría y el pueblo.- El problema radica en la transformación de la mayoría en "pueblo", y en el correlativo endiosamiento de ese pueblo. De allí surge la idea de que los mandatos que provienen de esa ficción se convierten en lo absoluto, en lo incuestionable y sacrosanto. Pero, la democracia no es un sistema de dogmas, ni de consignas definitivas. Las elecciones no son el fin de la historia, ni atribuyen verdades ni poderes superiores, ni cambian la realidad, ni transforman lo falso en verdadero. Es un régimen de mayorías y minorías, de poderes transitorios y alternativos, de tolerancias y límites. La democracia es un sistema constituido por ciudadanías individuales y humanidades concretas, no por ficciones colectivistas. La transmutación de la mayoría de los votantes en el pueblo soberano, en el único que ostenta el poder, plantea un equívoco fundamental que no ha resuelto aún la democracia: la tolerancia y la condena a los absolutos. Y la representatividad real en el poder y sus instituciones.
III.- Democracia, elecciones y sondeos.- A los tradicionales problemas que siempre enfrentó el régimen de mayorías, convertido en absoluto por la ficción del pueblo, se agrega actualmente el hecho de que la política y los gobiernos están determinados por los "sondeos". Ahora, la presunta voluntad popular se monitorea constantemente y las acciones de los hombres públicos dependen de lo que dicen las encuestas y de cómo se “modula” y fracciona la opinión pública en la redes sociales. Así, el “síndrome de lo popular” condiciona casi todo, y el líder se transforma en intérprete de percepciones o ideas que con frecuencia son erróneas Las ideologías han quedado reducidas a nociones intrascendentes o a propaganda. Predomina una "inteligencia de adaptación", de ajuste de las decisiones de los dirigentes y gobernantes a lo que los sondeos o las redes dicen, bajo la convicción errónea de que lo mayoritario es verdadero y bueno. Ese es el gran equívoco de la democracia de sondeos, y el problema de una sociedad en que la ficción del pueblo se ha transformado en el anónimo y portentoso gobernante.
IV.- El supuesto: la sabiduría del pueblo.- Tanto los sondeos como las elecciones parten del supuesto de la sabiduría del pueblo, que se transfiere a las mayorías electorales y legislativas, y que avala la legitimidad del poder. Si bien es explicable, a falta de otra razón, la teoría de la soberanía popular, sin embargo, una mínima aproximación rigurosa y objetiva al tema, deja serias dudas: ni las masas son sabias al punto que puedan resolver, por vía de referéndum por ejemplo, los más complejos temas jurídicos, ni la multitud y su “cultura” están exentas de error. Al contrario, la historia prueba lo contrario. Además, no se puede dejar de lado el hecho de que la información con la que cuenta el ciudadano, ya sea para decidir sobre una propuesta política o una sugerencia comercial, nace de la propaganda y de la publicidad, es decir, de proposiciones incisivas y de sistemáticas manipulaciones acerca de las presuntas bondades y ventajas de una cosa, de una sugerencia de felicidad, o de una insinuación de “verdad”. Todo esto influye poderosamente sobre la conducta de electores o consumidores. La preferencia comercial, o el voto, en su caso, son, en definitiva, respuestas al poderoso aparataje de la publicidad y a su influencia en el ánimo del consumidor, o del votante, según el caso.
V.- El pueblo y el público.- La propaganda, y lo que Giovanny Sartori llamó la “vídeo política”, han borrado las distinciones, antes bastante claras, entre el pueblo como presunta entidad política, como sujeto y factor de legitimidad, y el público espectador. El tema es importante porque alude a los fundamentos de la democracia, al papel de la ciudadanía y a las justificaciones que deben rodear al poder.
El populismo tiene íntima vinculación con el uso del pueblo como público al que se alimenta con espectáculos, discursos, retórica e incesante demagogia. El populismo se caracteriza por el endiosamiento de las masas, por la manipulación de sus esperanzas y apetitos y por la descalificación de la racionalidad política. Además, personaliza la autoridad, y logra de ese modo la identificación del poder con el caudillo en desmedro de las instituciones. (O)