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Vivimos de premios en premios, de rankingses en rankingses, de reconocimientos en reconocimientos. Y si no obtenemos alguno, pues nos inventamos algún otro a la medida. Se nos infla la melena e inundamos nuestras redes sociales con sentidos textos y decenas de fotos duck face expresando al mundo lo bien que nos sentimos de estar instalados en el Olimpo

20 Octubre de 2022 00.09

En uno de los infinitos chats de whatsapp, de los que ilustremente formo parte, no se habla de otra cosa que no sea de fútbol. De cualquier campeonato, de cualquier país, en cualquier formato. No hay espacio para otros temas, excepto para los abrazos “de gol” cuando alguien cumple un año más de vida o, a estas alturas, se acerca poco a poco al pitazo final de su existencia. 

Se suponía que el chat se había creado para autoconvocarnos a nosotros mismos, los autodenominados 'glorias del ayer', para los 'picaditos' de fines de semana. Pero ante la abundancia de lesiones que nada tienen que ver con la actividad deportiva, las obligaciones familiares, el gusto por otros deportes más noveleros como el padel o simplemente por la pérdida de las destrezas motrices y/o/u el aburguesado y hamburguesado abultamiento abdominal, cada vez son menos los encuentros en el campo de juego (para 7, por supuesto, porque para 11 ya no da el físico) y más los encontronazos pugilísticos a punte de memes, emojis, stickers y gifs.

Cualquier pretexto es válido para enfrascarse en análisis rococós sobre qué y por qué alguien es el mejor jugador o alguno es el equipo más grande que jamás haya existido. Y cuando el turno es de la Liga española -a mi parecer, la más aburrida de entre las importantes- ese grupo es insufrible. Messistas vs. Cristianos, Madridistas vs. Culés. Testosterona digital garantizada, que, por lo general, se evapora apenas el sol empieza a ponerse, los pijamas reemplazan a los trajes ejecutivos y el Neflis crea el ambiente ideal para cerrar las persianas oculares y dejarse llevar por las ocurrencias de Johnny Lawrence, que, a medida que han ido pasado los capítulos y las temporadas, tristemente han ido escaseando. 

“El mejor”. Todo parece limitarse a perseguir aquello. Por eso vivimos de premios en premios, de rankingses en rankingses, de reconocimientos en reconocimientos. Y si no obtenemos alguno, pues nos inventamos algún otro a la medida, desde las medallas de finisher para todos quienes cruzan alguna meta deportiva, hasta las galas, con alfombras rojas y todos los ananayes, para autoproclamarse y autocoronarse como los más muy muchos en cualquier área, ámbito, profesión o intención de salvar el planeta. Nos encanta llevarnos los diplomas, los trofeos, los flashes, los likes, los retuits. Se nos infla la melena e inundamos nuestras redes sociales con sentidos textos y decenas de fotos duck face expresando al mundo lo bien que nos sentimos de estar instalados en el Olimpo, como seres ejemplares, porque nos sentimos que somos especiales, nos creemos diferentes a los otros 73 que durante la velada también se llevaron un galardón igualito, solo cambiadas las placas del nombre, a sus casas o sus oficinas. 

No me malinterpreten. No tengo nada en contra de las premiaciones. De hecho, soy big fan, como lo he declarado a pecho pletórico en columnas anteriores. Pero no me van a negar que hay premiaciones y premiaciones. Y, aunque queramos convencernos de que las que recibimos nos convierten en seres excelsos, por lo general, no sirven más que para levantar nuestro propio, particular y personal ego. El trofeo 233 del Madrid o del Barca en la Liga Española ya sabe más a rutina, que a éxito. Al contrario de los laureles que se quedan grabados en los archivos de la historia, que son los que realmente valen la pena. 

La semana pasada, el expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben S. Bernanke, y los economistas afincados en EE.UU. Douglas W. Diamond y Philip H. Dybvig ganaron el Premio Nobel de Economía por su investigación sobre bancos y crisis financieras. El jurado señaló que el trabajo de los ganadores es crucial para “mejorar nuestra comprensión de los bancos, la regulación bancaria y las crisis bancarias, reduciendo el riesgo de que estas se conviertan en recesiones a largo plazo”.

El comité explicó que los galardonados, entre otras cosas, analizaron la Gran Depresión de los años 30, la peor crisis económica de la historia moderna y demostraron cómo las corridas bancarias fueron un factor decisivo para derivar en una crisis tan profunda y prolongada. Descubrieron que los factores directamente relacionados con la quiebra de los bancos fueron los que más contribuyeron a la caída. 

Si Bernanke y compañía hubiesen sido ecuatorianos, este premio se lo llevaban hace fuuuu mismo, despuesito nomás de aquel 1999 de terrorífica recordación. Lo curioso es que no hace falta ser Bernanke y compañía para darse cuenta de la correlación, basta con mirar un poco la relación tóxica que mantenemos con nuestros propios bancos de cabecera, unos días los amamos, otros los odiamos. 

Así que si algunos de nosotros nos hubiésemos avispado antes, quizás habríamos sido quienes, el próximo 1 de diciembre de 2022, recibiríamos el premio, los US$ 900.000, la gloria para el resto de la vida, -porque ese sí es un premio que no se deprecia a pesar de su periodicidad anual- y una razón más para 'bullear' a diestro y siniestro a los brous, porque, como diría el gran Ayrton Senna, “el segundo es el primero de los perdedores”. Estuvimos asicito del Nobel. (O)

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