La mitología griega cuenta la historia de Prometeo, el titán que robó el fuego de los dioses para entregárselo a los humanos. Con este acto, nos otorgó el poder de la creación y la destrucción, una capacidad divina de manipular la naturaleza. Aunque Prometeo pagó un alto precio por su rebelión (condenado a que un águila se comiera todos los días su hígado, que volvía a crecer, para ser nuevamente devorado por la misma ave rapaz al día siguiente), su legado sigue vivo. Hoy, más de 300.000 años después de que la humanidad dominara este elemento, seguimos jugando con él, pero las consecuencias son mucho más devastadoras.
Desde nuestros primeros hogares en la cueva de Qesem, en Israel, hasta los megaincendios del siglo XXI, el fuego ha sido una herramienta central en la evolución de la humanidad. Sin embargo, lo que alguna vez fue un recurso para la supervivencia, se ha convertido en una amenaza global. La quema desmedida de combustibles fósiles no solo ha desencadenado un avance tecnológico sin precedentes, sino que también aceleró el cambio climático, aumentando la frecuencia y la intensidad de desastres naturales como los incendios forestales.
Los estudios recientes, como el publicado en Nature Ecology & Evolution, confirman que los eventos extremos, como los incendios forestales, son una consecuencia directa del calentamiento global. Estos incendios no solo destruyen ecosistemas y comunidades, sino que también contribuyen a un aumento significativo de las emisiones de carbono, lo que, a su vez, agrava la crisis climática. En este ciclo destructivo, el clima más cálido y seco crea las condiciones perfectas para que los incendios se propaguen rápidamente. La combinación de sequías prolongadas y olas de calor intensas ha extendido las temporadas de incendios, que ahora duran hasta 14 días más en promedio que en 1979.
En el caso ecuatoriano, no estamos fuera de este precario panorama. En lo que va del 2024, ya presenciamos de primera mano el calor con alrededor de 27.400 hectáreas perdidas a escala nacional, a través de más de 2.355 incendios forestales registrados. La provincia de Loja es la más afectada entre todas. Los voceros oficiales anunciaron que, solo en Quilanga, murieron decenas de miles de animales, se evacuaron a cientos de familias y se perdieron más de 7.600 hectáreas de vegetación y cultivos de café, que suman una perdida económica de US$ 25 millones para los agricultores de la zona.
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De acuerdo a la información presentada por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), dentro de la Proforma presupuestaria de 2024, la Secretaría de Gestión de Riesgos tuvo un presupuesto codificado de US$ 82,2 millones en 2023, frente a los US$ 18,8 millones de este año, lo que representa una disminución del 77.1 %. Además, el 31 de agosto de 2024, el MEF compartió un comunicado donde informaba sobre la transferencia de US$ 577.000 a los GADs de Quilanga y Sigchos. Sin embargo, estos recursos se dan en el marco de las obligaciones presupuestarias que tiene el gobierno central con los municipios.
La autonomía presupuestaria del ente regulador de riesgos debería estar garantizada por la Constitución. Lamentablemente, las obras públicas ingresan por los ojos y por esta razón no existe un incentivo político ni económico para promover las invisibles etapas de prevención contra los desastres naturales, un problema que va a ser cada vez más frecuente en nuestras vidas a medida que el tiempo pasa.
En el caso de Australia, por ejemplo, después de los masivos incendios de Black Summer en 2019, el gobierno australiano fortaleció los programas de quemas controladas en áreas de alto riesgo y los sistemas de alerta temprana; promovió el uso de aplicaciones móviles para que los ciudadanos recibieran alertas en tiempo real; coordinó la colaboración internacional e implementó un plan de recuperación integral que incluyó la reforestación, la restauración de ecosistemas y el apoyo económico a las comunidades afectadas para que esa calamidad no vuelva a ocurrir.
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Las ranas y los humanos estamos biológicamente separados por millones de años de evolución divergente. Sin embargo, cuando hablamos de percepción del peligro, tenemos un factor en común. ¿Qué pasa si una rana salta dentro de una olla llena de agua hirviendo? Si tu respuesta fue: "huir lo más rápido posible", estás en lo correcto. Pero, ¿qué ocurre si la rana ingresa a la olla con agua fría y paulatinamente se calienta hasta el punto de ebullición? Pues, en ese caso, la rana muere ahogada. Esto se debe a que esta especie anfibia regula su propia temperatura y el progresivo cambio no le permite prever su destino fatal. Algo similar está ocurriendo con la especie humana.
La comunidad científica, las ONGs y algunos organismos internacionales nos han advertido a lo largo de los años que nos ubicamos en la misma la analogía, con una temperatura que aumenta, minuto a minuto, sin que podamos percibir el peligro civilizatorio. Pero, a diferencia de las ranas (que al menos tienen un lugar seguro dónde saltar), nosotros no podemos huir de nuestra olla, no hay ningún lugar a salvo fuera del planeta Tierra. Hasta que no cambiemos esta situación y tomemos en serio los esfuerzos de mitigación contra los efectos de la ebullición global, seguiremos tragando humo en silencio, esperando lo inevitable. (O)