Con bombos y platillos, una de las mayores empresas del mundo anuncia el lanzamiento de su proyecto más ambicioso. Un año después y 20 millones de dólares sobre el presupuesto, el CEO de la compañía anuncia al directorio el fracaso del proyecto y su inminente renuncia. El presidente del directorio toma la carta, la rompe en mil pedazos y le responde al CEO: "Hemos invertido veinte millones en el entrenamiento corporativo más caro de nuestra historia. Si crees que después de todo lo que has aprendido vamos a dejarte ir, debes estar demente".
Esta historia, quizás apócrifa, quizás mito urbano corporativo, debería ser el marco de pensamiento de la mayoría de las empresas. Sin embargo, en la realidad corporativa, este CEO se encontraría de patitas en la calle.
Múltiples estudios han comprobado que las personas aprenden más de escenarios donde la propensión a errar es más alta, que de lugares seguros y controlados. La verdad es que nada supera la experiencia de haber fallado para obtener habilidades y conocimiento valioso.
Sea por destino, casualidad o simple suerte, muchos de los grandes inventos y negocios de todos los tiempos han surgido de felices errores. Algunos incluso cambiaron el rumbo de la ciencia y la ingeniería:
Circa 1928, un biólogo escocés, presuroso por tomar unas merecidas vacaciones, dejó una pila de envases de cultivo descartados en un rincón de su laboratorio. A su retorno, dos semanas después, descubrió que un hongo extraño había contaminado sus muestras de estafilococos. Esta sustancia no solo previno que la bacteria creciera, sino que en muchos casos la mató. Así, Alexander Fleming descubrió uno de los mayores avances en la medicina moderna: la penicilina.
De igual forma, Wilson Greatbatch, ingeniero de la Universidad de Buffalo, trabajaba en 1956 en la construcción de un dispositivo de grabación de ritmo cardiaco. Por despiste, metió la mano en su caja de resistencias, sacó una del tamaño incorrecto y la conectó al circuito. Cuando lo instaló, reconoció el sonido rítmico del corazón humano. El dispositivo implantable de Greatbatch, de solo 2 pulgadas cúbicas, cambió para siempre la esperanza de vida en el mundo. Hoy, más de medio millón de marcapasos se implantan cada año.
Los Post-its, los Corn Flakes, la sacarina, el slinky, las galletas con chispas de chocolate, las alitas bbq, los rayos X y otros muchos productos fueron felices accidentes de personas y empresas que no tuvieron miedo ni restricciones a fallar. Utilizaron ese conocimiento y experiencia como plataforma para crear grandes cosas.
Indudablemente, nadie quiere cometer un error de veinte millones de dólares. Sin embargo, un ambiente y una cultura de aprendizaje continuo, donde errar es siempre un factor inevitable, puede dar lugar a grandes inventos o productos con potencial de cambiar la vida, generando réditos por partida múltiple del costo de dichos errores.
Hoy, en América Latina y en Ecuador, vemos otro fenómeno curioso: empresas que "juegan a innovar" pero mantienen culturas donde el error es imperdonable. Se llenan la boca con design thinking y post-its, pero en cuanto alguien experimenta y falla, queda marcado. Emprendedores que no lanzan su producto por querer tener todo perfecto antes de mostrarlo al mundo. Equipos que esconden lo que salió mal para evitar el juicio. Líderes que castigan antes de preguntar qué se aprendió. Así, la innovación se vuelve teatro.
Lo más costoso no son los errores cometidos, sino los experimentos que nunca ocurrieron. No se trata de romantizar la falla, sino de reducir su costo para multiplicar su frecuencia. Porque una empresa que experimenta una vez al año aprende una vez al año. Una que experimenta cada semana, aprende 52 veces más.
Lo he visto en startups y corporaciones por igual, las que progresan no son las que transforman cada intento fallido en un dato, una hipótesis descartada, una señal del mercado, una pieza de conocimiento que antes no existía.
Esto no ocurre espontáneamente. Requiere diseño. Requiere liderazgo. Y requiere una cultura que deje de medir perfección y empiece a medir aprendizaje.
Para un emprendedor, esto significa lanzar antes de que todo esté "redondo", asumir que la primera versión será imperfecta y usar al mercado como aliado. Para los equipos, significa documentar lo que no funcionó con la misma disciplina con la que reportan los aciertos. Y para los líderes significa dar seguridad psicológica a su gente y dejar de castigar el intento.
Lo que realmente quiebra a una organización no es un error puntual, sino el silencio que produce el miedo. Los equipos que ocultan problemas o que maquillan métricas para no ser cuestionados cargan sobre sus hombros costos mucho más altos que el de un prototipo fallido. La ausencia de error no es señal de excelencia; es señal de falta de movimiento. Después de todo, ninguna empresa innovadora llegó lejos jugando a lo seguro.
En un entorno donde la tecnología cambia a velocidades inimaginables, donde los mercados son más volátiles que nunca y donde la competencia ya no es local sino global, nos enfrentamos a la paradoja de buscar organizaciones que solo piensen en eficiencia cuando, en realidad, lo que necesitamos son organizaciones que sepan convertir los resultados inesperados en inteligencia corporativa, organizaciones que se atrevan a medir cuánto aprendemos, no cuántas veces acertamos.
Porque en un mundo donde todo cambia, cometer errores no es un riesgo. Es una estrategia. Como empresas o emprendimientos, no necesitamos nunca cometer errores, necesitamos saber cómo maximizar el aprendizaje de cometerlos. (O)