Cat Stevens y el momento de dejar ir
Los jóvenes que han ejercitado la toma de decisiones —aunque se equivoquen— llegan mejor preparados que aquellos para quienes todo fue resuelto.

En 1970, Cat Stevens lanzó Father and Son, una canción que muchos interpretaron como una confesión autobiográfica. Sin embargo, su origen real es menos íntimo y más universal: fue escrita para una ópera folk ambientada en la Revolución Rusa, donde un joven buscaba unirse al cambio mientras su padre temía perderlo. A pesar de su contexto teatral, la pieza terminó convirtiéndose en un espejo emocional para millones de familias en un punto crítico del ciclo vital: el instante en que un hijo anuncia que quiere irse.

Ese momento —tan sencillo en apariencia, tan transformador en su significado— es uno de los más complejos en la educación vocacional contemporánea. Para los adolescentes, representa la afirmación de su identidad. Para los padres, un examen silencioso sobre su capacidad de confiar, soltar y permitir que el otro se convierta en quien está llamado a ser.

La psicología del desarrollo ha estudiado ampliamente este fenómeno. Erik Erikson planteó que entre los 17 y 21 años se entrecruzan dos fuerzas decisivas: la búsqueda de la autonomía y la consolidación del proyecto vital. El joven necesita diferenciarse, explorar y tomar decisiones propias, incluso si estas decisiones implican abandonar el espacio familiar. Desde la mirada de los padres, sin embargo, el proceso suele vivirse como un riesgo, una pérdida o una sensación de desnivel entre lo que enseñaron y lo que ahora deben permitir.

Es el mismo contraste emocional que Stevens interpretó vocalmente en su canción: la voz grave del padre que pide calma y la voz aguda del hijo que insiste en que “hay muchas cosas que debe hacer”. Un contrapunto que resume el dilema contemporáneo de miles de familias ecuatorianas y latinoamericanas cuyos hijos desean estudiar en otro país.

Cuando el talento pide movimiento

La educación vocacional enseña que no todas las trayectorias se construyen dentro de las mismas fronteras. Para ciertos perfiles —los creativos, los analíticos o quienes buscan industrias especializadas y ecosistemas académicos más avanzados— el desplazamiento internacional no solo es una opción, sino un acelerador del proyecto de vida.

Los modelos de autorregulación vocacional, como los planteados por Mark Savickas en su teoría de Construcción de Carrera, señalan que el joven necesita escenarios reales que pongan a prueba sus intereses, fortalezas y capacidad de adaptación. Estudiar fuera del país provee justamente ese laboratorio vital: obliga a decidir, negociar, organizarse, tolerar la frustración y madurar a un ritmo distinto.

Pero saberlo en teoría no disminuye el conflicto emocional. El padre teme que su hijo sufra. El hijo teme no intentarlo. Es un tironeo silencioso que ninguna política pública, beca o ranking universitario puede resolver por sí solo.

Los padres y el arte de soltar con propósito

Las familias suelen preguntarse:
¿A qué edad está un joven realmente listo para vivir solo en otro país?
¿Lo estamos enviando demasiado pronto?
¿Deberíamos haberle exigido más antes de permitirle irse?

La respuesta, como señalan las investigaciones de Laurence Steinberg en psicología adolescente, no depende de la edad cronológica, sino de la competencia socioemocional desarrollada en casa. Los jóvenes que han ejercitado la toma de decisiones —aunque se equivoquen— llegan mejor preparados que aquellos para quienes todo fue resuelto.

Desde la praxis de la orientación vocacional, esto implica tres responsabilidades fundamentales:

  1. Convertir el diálogo en una práctica sostenida, no en una conversación de último minuto.
  2. Construir un mapa de capacidades reales, no de expectativas.
  3. Alinear los miedos de la familia con el propósito del estudiante, para que la decisión no sea solo logística, sino también emocionalmente sostenible.

Cuando estos elementos se integran, el acto de “dejar ir” deja de ser una renuncia y se convierte en un gesto de confianza.

Una lección que también interpela a un padre

Aunque Stevens no escribió Father and Son para su propio padre, terminó revelando una verdad esencial sobre la relación entre generaciones: los hijos no nos pertenecen, pero sí nos necesitan durante el tránsito hacia su autonomía. A veces, acompañarlos es sostenerlos. Otras, es permitirles que crucen la puerta pese a nuestros temores.

Yo mismo, cada vez que converso con mi hija Amelié, pienso en que quizás un día ella también decida irse a estudiar lejos. Y aunque todavía falten algunos años, intento que cada interacción le recuerde que el mundo es amplio y que tiene derecho a explorarlo. No como un gesto solemne, sino como una manera serena de aceptar que el amor también implica abrir rutas. Tal vez, si la vida lo dispone, nos reencontremos más adelante, cada uno persiguiendo un sueño propio, incluso lejos de la patria que ambos amamos.

Esa posibilidad futura —mezcla de orgullo, incertidumbre constructiva y esperanza— es parte del mismo aprendizaje que la educación vocacional invita a las familias a transitar: acompañar sin retener, orientar sin dirigir, confiar sin imponer.

En ese equilibrio —ni demasiado lejos, ni demasiado cerca— se juega una de las decisiones más importantes de la vida contemporánea: apoyar al hijo que quiere irse para convertirse en quien todavía no es, pero ya comienza a ser. (O)