¡Chatoleí!
Al final, el fútbol sirve para esto. Para recordarnos quiénes somos cuando nadie nos mira. Para darnos una excusa legítima para abrazarnos entre padres e hijos. Para entender que las luchas pueden durar décadas y que todo vale la pena.

La Universidad Católica no es un equipo: es una conversación larga de sobremesa. Una charla que empezó hace décadas con ilusión entre amigos, los mismos que cuentan las mismas anécdotas y, cada domingo, vienen con una nueva historia (triste o alegre) que enriquece, de a poco, esa tradición. La Universidad Católica, el equipo de fútbol, también es paciencia y amor por los colores. La Chatoleí no grita, insiste. No promete, cumple de a poquito como lo acaba de hacer. Y cuando gana, lo hace como quien llega tarde a un almuerzo, pero trae lo mejor: el postre.

Por casualidades del destino, tuvimos (mis hijos, mis hermanos y yo) la suerte de vivir de cerca como se iba gestando el camino durante todo el año. No somos hinchas de este club, pero somos hinchas de mi papá, que es hincha del Trencito. Por eso, todo este año que pudimos estar cerca del equipo, estábamos cerca como familia (otro de los valores que vimos que existen en el Club). Mi padre, Pablo Ortiz, es el actual Presidente del equipo y para nosotros, el estadio se convirtió en un punto de conexión. Estar en el estadio es estar en el lugar correcto en el mundo, es lograr tener la capacidad estratégica de no poder pensar en otra cosa. Qué duda cabe que el fútbol son los cánticos, las emociones, el sufrimiento que el deporte genera al hincha, pero sobre todo es el pretexto que junta alrededor de una pelota a padres, hijos y nietos, generación tras generación. Pocos sitios tienen este privilegio. 

Pero volviendo al relato, el campeonato se ganó así: sin estridencias, con paciencia, con ese fútbol que parece pedir permiso antes de entrar al área. Los Camarattas ganaron con jugadores que no salieron en los posters de los adolescentes, pero sí en las fotos borrosas de los padres. Ganaron con un técnico en su primer año en un equipo de Primera, que terminó dando cátedra a los más experimentados. Una administración que puso el equipo en orden y no sucumbió a tentaciones propias del fútbol, guiado siempre por principios. La Católica ganó, sobre todo, con la rara dignidad de los equipos que no se creen más que nadie, pero tampoco menos. Es decir, aquellos que siempre están a la altura.

Hay campeonatos que se festejan con fuegos artificiales y otros que se lloran en silencio, como cuando uno vuelve a abrir un cajón y encuentra una foto en blanco y negro de un pasado que creíamos perdido. El que acaba de ganar la Universidad Católica pertenece a esa segunda categoría: no explota, abraza.

Ganó la Universidad Católica y ganaron también los que aprendieron a quererla cuando no ganaba nada. Los que se quedaron cuando era más fácil irse. Los que defendieron su escudo en sobremesas hostiles, donde siempre hay un cuñado que es de Liga o un hijo que rompió el mandato paterno y se hizo hincha del Deportivo Quito. Es el triunfo de los que entendieron que este club no es una moda sino una costumbre.

Fue un campeonato con abrazos torpes, de esos que no se ensayan. Con gritos de gol que se entendían como una descarga contenida. Pidiendo tiempo para que acabe pronto, porque así se deben ganar los partidos, con épica y huevos. Sin embargo, hubo lágrimas discretas, de las que se secan con la manga porque no hace falta explicarlas. Era un llanto pendiente desde 1963, por eso el pudor de un llanto que por fin llegó. Un desfogue simple, humilde, como el Club.

Este campeonato que hace historia por ser el primero no cambia la historia: la confirma. Nos enseña que se puede llegar sin atropellar, que se puede competir sin perder la altura, que se puede levantar una copa sin levantar la voz, que se puede dirigir sin perder los valores. Es la constancia de su presidente vitalicio, el doctor Fidel Egas, es su actual dirigencia que trabaja y sufre todos los partidos (Pablo y Pepa a la cabeza), es el camino que trazaron los jugadores históricos, el sudor que ponen los jugadores actuales, los hinchas que siguen ahí y no abandonan, es el Gerente, el doctor Naranjo y todos los que hacen de este un lindo equipo. Felicitaciones para todos ellos. 

Y entonces pasa algo raro: vemos a la pared y pensamos que, al final, el fútbol sirve para esto. Para recordarnos quiénes somos cuando nadie nos mira. Para darnos una excusa legítima para abrazarnos entre padres e hijos. Para entender que las luchas pueden durar décadas y que todo vale la pena.   (O)