Cuando cuidar a los animales deja de ser un gesto y se convierte en un termómetro social
Tal vez el problema no sea que algunos amen demasiado a los animales, sino que otros han aprendido a no sentir nada frente a su sufrimiento. Una sociedad no se mide solo por cómo enfrenta sus grandes crisis económicas o de seguridad, sino también por cómo trata a quienes no tienen voz, poder ni defensa.

Diciembre suele ser el mes de los balances. Miramos el año, evaluamos decisiones, hablamos de propósitos y, al menos en el discurso, de humanidad. Curiosamente, también es el mes en el que los animales entran con más fuerza en la conversación pública: adopciones, campañas solidarias, promesas de cuidado “para siempre”. Pero este año, en Ecuador, diciembre llegó acompañado de una pregunta incómoda: ¿qué dice de nosotros la forma en que tratamos a quienes no tienen voz?

Hace pocos días, un medio nacional reportó un posible envenenamiento masivo de perros en una urbanización de la costa. No fue un hecho aislado. En los últimos meses, hechos similares se han repetido en distintas ciudades del país. Mascotas asesinadas. Vidas descartadas. Y, sin embargo, para muchos, esto no merece atención porque “hay problemas más graves”. Como si la capacidad de indignarnos fuera un recurso escaso que debiéramos racionar.

Lo que me preocupa no es solo la violencia contra los animales, sino algo más profundo: la normalización de la insensibilidad.

El Ecuador ha cambiado. El Censo 2022 reveló que cerca del 80% de los hogares declara tener al menos una mascota. Los animales de compañía ya no son accesorios: son parte de la estructura emocional de millones de familias. Pero esa realidad convive con una crisis silenciosa: el abandono. En ciudades como Quito, los estudios sobre fauna urbana hablan de decenas de miles de perros en situación de calle. La contradicción es evidente: amamos a los animales… pero no a todos.

Esta tensión ha ido dividiendo a la sociedad en posturas cada vez más claras. Por un lado, quienes reconocen a los animales como seres vivos capaces de vincularse, acompañar y sufrir. Por otro, quienes responden con una frase que pretende cerrar cualquier debate: “son perros, deben ser tratados como tal”.

Un amigo me dijo hace poco que no iría conmigo al restaurante de la esquina porque permiten el ingreso de perros. No podía entender —me explicó— cómo algo así era posible. No discutimos. Pero entendí que no hablábamos solo de normas o gustos personales, sino de formas distintas de mirar la vida.

Pensé, quizá ingenuamente, que a medida que más parejas jóvenes, personas solas o adultos mayores incorporaran mascotas a sus vidas, el respeto por esa decisión crecería. Que dejaríamos de escuchar comentarios sarcásticos sobre “tratar mejor a un perro que a un niño”. Que el paso del tiempo nos haría más empáticos. No ha sido así. En muchos casos, la posición se ha radicalizado.

Marchar en rechazo a estos hechos es necesario, pero insuficiente. Las marchas pasan; la cultura queda. El verdadero cambio no ocurre en la calle, sino en la conciencia cotidiana.

No todo es desolador. Hay una noticia buena, poderosa y silenciosa: cada vez más personas adoptan mascotas. Y la adopción es uno de los actos de compasión más nobles que existen. Adoptar no es escoger; es salvar. Es asumir la responsabilidad por un ser vulnerable que no puede pedir ayuda con palabras y que depende, por completo, de la bondad humana.

Conocí hace poco a una veterinaria en Quito, MyPet, un proyecto joven que, en un esfuerzo que roza lo sobrehumano, cuida, sana, esteriliza y da en adopción a tantos animales como le es posible. No es suficiente. Nunca lo es. Se necesitan más manos, más recursos y, sobre todo, más voluntad colectiva. Pero iniciativas como esta demuestran que cuando el compromiso no es una campaña, sino identidad, el impacto se vuelve real y sostenido.

En MyPet conocí a varios de esos inquilinos que buscan amor y un hogar. No son números; son nombres: Fito, Cumbre, Blanquita, Luna, y tantos otros que ya se han ido con una familia y los que siguen llegando.

Quienes adoptan suelen decir algo que se repite una y otra vez: los animales saben que fueron salvados. Y quizá sea cierto. La mirada de un perro rescatado no tiene parangón. No pide explicaciones ni justificaciones. Agradece, acompaña y permanece.

Tal vez el problema no sea que algunos amen demasiado a los animales, sino que otros han aprendido a no sentir nada frente a su sufrimiento. Una sociedad no se mide solo por cómo enfrenta sus grandes crisis económicas o de seguridad, sino también por cómo trata a quienes no tienen voz, poder ni defensa.

El respeto por los animales no es una distracción de los problemas humanos; es una señal de qué tan lejos estamos dispuestos a llegar en nuestra capacidad de convivencia. Y en tiempos de violencia, elegir no endurecer el corazón también es una forma de liderazgo. (O)