Todo el hecho vergonzoso quedó grabado. Hace poquitos días, el viernes 20 de junio en el Itchimbía. Dos chicas de un colegio público con uniforme se agreden. La más fuerte, arrastra a la más débil, le da puñetazos, le jala de los pelos, le golpea la cabeza contra el suelo. Varios de sus compañeros sonrientes acompañan la agresión. No mueven un dedo. Sólo azuzan y alientan a su luchadora preferida.
La primera reacción, sitúa en la violencia del entorno la generación y naturalización de otras violencias como ésta. Nos saturan los asesinatos, el ajuste de cuentas, las disputas de territorio, las explosiones, la cacería de delincuentes vivos o muertos, los secuestros, asaltos y extorsiones. Es cierto, la violencia se ha metido en el alma, en nuestro cotidiano. Ya nos pertenece a todos. Recelamos de la calle, la esquina, la noche, los extraños. El maldito miedo se ha instalado, nos obliga a vestirnos de seguridad, a mirar a los lados, a apurar el paso.
¿La gresca grabada es un caso aislado?. ¿Primera vez que sucede entre mujeres?. ¿Asunto pasajero de jóvenes?. De ninguna manera. Las trompizas entre chicos y entre chicas se repiten cada semana. Sólo es cuestión de observar a las borrachos universitarios de la PUCE y la Salesiana en la Veintimilla y Tamayo. Las tranquizas van en aumento y aparecen ya la droga, las armas blancas, los robos. Un dato revelador: entre enero y junio 25 se han detenido a 8 estudiantes por tenencia ilegal de armas. Se ha detectado ya la presencia de pandillas en colegios...
Las peleas esta vez tienen un signo diferente. No se trata de reyertas sin historia. No se reducen a un par de quiños entre cotejas. Son agresiones sin tregua y con saña contra una persona sin defensas. Ataque para dañar, para sangrar, para herir de gravedad, para afirmar poder. Si la chica del video insistía en los golpes contra el suelo, las consecuencias habrían sido desastrosas.
Como siempre surgen posiciones contrapuestas. Una que aboga por la mano dura sin contemplaciones. Y otra que renuncia a las medidas punitivas y afirma que todo es expresión de problemas sociales y sicológicos, que se debe evitar atentar contra los derechos humanos. Pero hay una posición que gana terreno. Ella no renuncia a las sanciones -se ha violado la ley, los derechos de otros, las normas de convivencia- y exige que se responsabilice a los victimarios de sus actuaciones, que los hechos generan consecuencias. Y junto a ello, tratamiento integral de las problemáticas subyacentes: resentimientos, frustraciones, complejos, venganzas, privaciones, ausencias... Para la agresora y los cobardes testigos.
El Ministerio de Educación se ha pronunciado. Rechaza el brutal ataque, separa a la estudiante agresora (tendrá clases virtuales), brinda contención a la víctima, activa protocolos de protección con familias y estudiantes, denuncia el caso en Fiscalía. Sus intenciones chocan -otra vez- con dos obstáculos: falta de personal preparado y seguimiento sin profundidad ni constancia.
El maldito bullying
Bajo la superficie de estos enfrentamientos subyace el famoso bullying. Acoso escolar que evidencia desequilibrio de poder, que se manifiesta como violencia física, verbal, sicológica, emocional, social. Con dos ingredientes: es intencional y se produce de forma repetida. Y con un agravante: no es fácil de detectar, sus actores callan, se desvanecen en la masa.
La violencia escolar -alimentada por otras violencias- resulta muy compleja de erradicar. Ofrecer aquello suena a voluntarismo. La experiencia señala que lo primero es no dejarla pasar, no mirar al lado, no minimizarla. La pasividad y permisividad solo genera escaladas que no sabemos dónde van a parar.
La violencia no espera. No importa si es pequeña o grande, entre jóvenes o niños, entre varones o mujeres, en Durán o en un colegio. Nos obliga a todos a aguzar los sentidos ante situaciones que pueden engendrar violencia. Mientras más temprano se interviene, más auspiciosos son los resultados.
La escuela, tiene un rol trascendente frente al bullying que crece en número y brutalidad. Y en ello la capacitación de profesores y sicólogos es imperativo, así como los espacios en el currículo. Pero no se puede achacar y delegar todo a la escuela. No nos engañemos, en el nido familiar algo no está funcionando. Y es aquí donde se forjan personalidades avasallantes o tolerantes, despiadadas o afectuosas. Es aquí donde se marcan comportamientos, se instalan modelos. Se precisan campañas creativas, pedagógicas, permanentes de información y apoyo. Los lazos de afecto que bañan las familias son un recurso valioso para hacer de la paz la constante y no la excepción. (O)