Forbes Ecuador
pexels-pixabay-276259
Columnistas
Share

No todas las herencias se escriben con testamentos ni se miden en metros cuadrados. Algunas, las más poderosas, se manifiestan en recuerdos inesperados, en gestos de gratitud que llegan desde la boca de un desconocido, décadas después de que alguien partió. Son herencias invisibles que germinan en la memoria colectiva. Ser bueno, en esencia, es construir un puente con el futuro, uno que quizás no crucemos nosotros, pero sí nuestros hijos y nietos. ¿Cuántos de esos puentes estamos sembrando hoy?

29 Junio de 2025 12.06

Ayer, mientras me cortaba el cabello en una peluquería cualquiera de Quito, el peluquero reconoció mi apellido y me habló de mi abuelo con una familiaridad entrañable. No era la primera vez. Han sido decenas las ocasiones en que desconocidos me contaron historias sobre él, como si el tiempo no hubiera pasado. "¿Usted es familia del doctor Vivar?", me preguntó mientras ajustaba la capa. Apenas asentí y empezó a contar cómo mi abuelo ayudó a su familia cuando más lo necesitaban, sin pedir nada a cambio. "Solo porque era justo hacerlo", dijo. Esa frase, lanzada entre tijeras y espejos, tiene más peso que cualquier testamento.

No puedo evitar preguntarme: ¿cuántas veces más me ocurrirá esto? ¿Cuántas veces más un extraño me devolverá un pedazo de su memoria como si me lo estuviera heredando? La paradoja es que yo apenas conocí a mi abuelo. Murió cuando yo era niño, y estuvo enfermo un largo tiempo. Pero, curiosamente, siento que lo conocí más a través de las voces de quienes lo recordaban que por mis propios recuerdos. Esas voces tejieron, a lo largo de los años, una imagen sólida, coherente y luminosa de alguien que simplemente hizo el bien.

Y es allí donde reside la verdadera herencia, en lo que dejamos grabado en otros. Vivimos en una sociedad que convirtió la palabra "herencia" en sinónimo de propiedad, disputa o privilegio. Pero hay otro tipo de legado, más discreto, más profundo, que se transmite sin notarios ni documentos. Es el eco de una vida vivida con sentido, la resonancia de haber sembrado justicia, bondad o compasión. Las herencias sagradas te encuentran. Te sorprenden en una conversación fortuita, en un gesto mínimo, en la gratitud que brota de quienes no te deben nada, pero recuerdan.

Estas herencias son más poderosas que cualquier título de propiedad porque no se acaban ni se reparten, se multiplican. Lo que una buena persona deja es continuidad, es enseñanza, es referencia ética. Son esos puentes invisibles que conectan generaciones, que fortalecen identidades, que dan sentido a los apellidos más allá del linaje.

Frente a esto, está el otro tipo de vida, la que no siembra. La que se consume en sí misma. Quien no deja huella en los demás, quien no siembra comunidad ni ejemplo, puede que herede cosas, pero no deja legado. Esas vidas se desvanecen sin eco. Y esa es una forma lenta, y dolorosa, de morir incluso antes de partir.

Mi abuelo, el Dr. José María Vivar Castro, hizo la reforma agraria en Loja, fue Rector universitario, Prefecto, pero lo que realmente heredó no fueron los cargos, sino la memoria viva que dejó en tantos. No recuerdo sus discursos, pero sí las historias que me contaron otros sobre su ética, su firmeza, su humanidad. Él sembró puentes imposibles que hoy, décadas después, sigo cruzando sin haberlos construido. (O)

10