Cuando llegué a Estados Unidos hace dos años, uno de mis objetivos principales era expandir mis negocios. Al año siguiente decidí replicar el programa de formación de emprendedores que tan buenos resultados me había dado en mi país de origen. Esperaba una transición natural, pensaba que el contenido probado en otros países bastaría para conectar con los emprendedores hispanos que residen aquí. Me equivoqué.
Los primeros seis meses fueron difíciles. Los números no llegaban, los resultados no se veían, y el esfuerzo no estaba siendo recompensado. Como muchos emprendedores, caí en una trampa común: la creencia de que si algo funciona en un lugar, funcionará en todos. Tenía una ceguera peligrosa: la ceguera del éxito anterior.
Siete meses después de lanzar el programa, recibí un mensaje. Era una queja. Un alumno, que hoy es un buen amigo, decidió escribirme para expresarme su inconformidad con el contenido. Me señalaba que el enfoque no respondía a las verdaderas necesidades de quienes comienzan a emprender en Estados Unidos. En ese momento me sentí incómodo, incluso molesto. Pero algo me hizo escuchar.
Al conversar con él, entendí lo esencial: el contexto lo cambia todo. No bastaba con adaptar algunos aspectos legales o tributarios del contenido. Lo que se necesitaba era una transformación completa, alineada con los desafíos reales del emprendedor migrante en este país.
Gracias a esa queja —y a muchas otras que llegaron después en diferentes formas— replanteamos todo: nuevos contenidos, nuevos instructores, nuevos materiales, nuevos horarios. El resultado fue claro: en la siguiente edición del programa, las ventas subieron un 30%. Y en la promoción posterior, crecimos un 130%. Todo cambió gracias a una queja. No fue una encuesta, ni una métrica de conversión. Fue una voz. Una molestia. Una alerta.
Lo que aprendí es algo que ahora aplico también a nivel personal: la queja no es una amenaza, es una brújula. En nuestras propias jornadas emprendedoras, muchas veces también vivimos quejándonos en silencio. Nos quejamos de la falta de ventas, de la falta de rentabilidad, del desorden en la empresa, de la falta de procesos, del agotamiento, de no tener tiempo, de que todo depende de nosotros, de que no dominamos temas de gestión, de que el equipo no entiende nuestra visión. Pero no nos damos cuenta de que esa queja es, en realidad, un grito de auxilio que lanza nuestra propia conciencia emprendedora. Una advertencia interna que nos está pidiendo mirar, repensar, rediseñar. La queja personal no es señal de debilidad; es el síntoma de que algo necesita atención urgente. Y a veces, si nos detenemos a escucharla, también puede ser el principio de la reinvención.
En muchas ocasiones, el cliente tampoco se queja. Se va en silencio. Y ese silencio es mucho más peligroso que una crítica frontal. Por eso, como emprendedores, debemos crear un entorno donde el cliente se sienta cómodo para expresarse, incluso cuando lo que tiene que decir no nos gusta. No basta con preguntar "¿te gustó?". Hay que formular preguntas que abran la puerta al disenso: "¿Qué cambiarías si fueras tú el dueño de esto?", "¿Qué te hizo ruido?", "¿Qué te decepcionó un poco?". Invitar al cliente a opinar antes de lanzar una versión final, integrarlo en el proceso creativo, mostrarle que su criterio es valioso. Y sobre todo, agradecer su crítica sin defendernos. Cuando alguien se queja y nota que fue escuchado, se convierte en aliado. A veces, es suficiente con hacer seguimiento, con mostrarle que su comentario sirvió. Ese gesto convierte un reclamo en relación.
Una queja —si se escucha con madurez— puede ser el detonante de un nuevo comienzo. No la ignores. No la disimules. Escúchala, interprétala y transfórmala. Lo mismo aplica para tu cliente... y para ti. Porque a veces, la voz que necesitas oír no viene de afuera. Es la tuya, que desde hace tiempo se viene quejando en silencio... esperando que te detengas, escuches y actúes. (O)