El Caso Malvinas es imposible de olvidar, porque nos recuerda lo sucedido hace ya un año con un niño y tres adolescentes salvajemente asesinados. "La Fiscalía investiga a 17 militares por la desaparición forzada de tres adolescentes y un niño, retenidos el 8 de diciembre de 2024 por una patrulla militar y cuyos cuerpos calcinados aparecieron diecisiete días después en Taura". Así lo describe la página web de la Fiscalía General del Estado: una síntesis mínima de hechos que, conforme avanzaba la investigación, se volvían macabros, aterradores y escalofriantes. Creo que incluso estas palabras se quedan cortas.
Recuerdo que cada vez que aparecía un testimonio nuevo, sentía un profundo dolor. Leía cada detalle —imposible siquiera de repetir— y no podía evitar conmoverme hasta las lágrimas: soy madre, y he dedicado gran parte de mi vida profesional a la infancia. No es un caso más; es una herida abierta.
A un año de los hechos, la audiencia se retomó y la Fiscalía pidió 34 años y ocho meses de prisión para tres de los procesados, además de multas y reparaciones para las familias, mientras las defensas niegan toda responsabilidad y apuntan a bandas criminales. La diligencia coincidió con el aniversario de la muerte de Josué e Ismael Arroyo, Steven Medina y Nehemías Arboleda, nombres que no deberíamos olvidar.
Tal vez vuelvo a escribir sobre estos niños porque callar no corresponde. Escribir en su memoria, al menos, permite levantar un poco la voz —mi voz, y la de quienes se sientan tocados al leer esta columna—.
Pensé en abordar el caso desde varias aristas: el abuso de poder, el racismo, la injusticia, la violación sistemática de los derechos humanos o incluso esa crueldad contemporánea de quienes usaron el caso como plataforma digital para inventar relatos y juzgar a los niños con ignorancia y malicia.
Cualquiera de esos enfoques conduce al mismo punto: la violación extrema de los derechos de niños y adolescentes. Y frente a eso, no debería existir neutralidad posible.
Hace un año decía que estos nombres no deberíamos olvidar, y hoy reitero que es imprescindible que no lo hagamos. Para que no vuelva a ocurrir.
Me imaginaba el dolor que sufrieron, las humillaciones, el miedo. ¿Que soy muy sensible? No, creo que sigo siendo humana. Gran parte de lo que nos sucede como sociedad es que vamos perdiendo el sentido de lo real, de aquello que debería indignarnos y obligarnos a cuestionar, y callamos.
Calla el Estado, callan muchos, y hablan todos los sin corazón y sin conciencia.
Demasiado silencio incómodo en un país que se desangra en lo más vulnerable: la infancia. Desapariciones forzadas, atropellos a los derechos humanos, racismo extremo.
El país se ha roto. Seguimos de luto porque cuatro vidas se perdieron, y con ellas todos sus sueños y aspiraciones. Sus familias sobreviven como pueden: cargan la cruz solas, levantándose cada día para seguir, ancladas a los recuerdos de quienes tanto amaron.
La indignación suele ser una emoción fugaz: viene y se va, se escapa pronto de la mente. Yo anhelo que podamos sostenerla, y que con ella vuelva el respeto y el cuidado por quienes siempre he dicho que son el presente y el futuro: los niños y adolescentes.
Cierro esta columna dedicando estas cortas palabras a los padres de estos niños y de muchos que también han desaparecido, que sufren a diario el calvario de haberlos perdido, hasta que se vuelvan a encontrar... (O)