Hay edades que no se cuentan, se celebran, no se trata de cargar años, sino de sostener historias, recordar por ejemplo que, hubo una época en la que el amor no se enviaba por stickers de WhatsApp, sino que se cantaba a voz en cuello con el cigarrillo en una mano y un corazón partido en la otra.
La música de los años 70 y 80 no era solo una banda sonora, era una escuela sonora de emociones, algunos aprendieron a sufrir con Camilo Sesto, a amar con José José y a bailar con Jhon Travolta, como si el mundo se fuera a acabar el sábado por la noche. Billy Ocean o Barry White susurraban cosas que hoy podrían ser censuradas por "microagresivas". Pink Floyd inducía a filosofar con sus guitarras y su pared y, hasta Juan Gabriel componía mejor poesía que tres generaciones de tuiteros juntas, de esas que ostentan maestría en "escritura creativa no binaria e inclusiva".
Hoy en cambio, los ídolos se tatúan la cara, cantan, o mejor dicho balbucean sin compás, repitiendo durante 10 minutos "mami, chula, perrea..." como si fueran versos libres en una suerte de estribillos infinitos. ¿Dónde quedó el solo de guitarra del "Baile del Sultán"? ¿Dónde las baladas que dolían? ¿Dónde la orquesta del tono justo que llegaba al alma?
Fernando Pessoa, aquel inmenso portugués de las letras universales, decía: "Envejecer es cambiar de pasatiempos", pero algunos de ellos, vale la pena resistirlos porque la música de antes no solo era un placer, sino una forma de ver y entender el mundo, había música política también, sí, pero no panfletaria, recordemos a Rubén Blades y sus crónicas sociales con ritmo, sabor y poesía que todavía suenan -y fuerte- "Pedro Navaja", "Juanito Alimaña" o "Plástico", incluso los rockeros dejaban un mensaje claro, sin falsas posturas, eran tiempos de salsa, rock y sentido común.
Tener 60 años hoy es un privilegio, porque implica haber escuchado a Queen en la radio y no en un comercial de TV, es haber bailado con la Sonora Dinamita, no con un avatar en el metaverso, es haber llorado con "Almohada" sin que nadie te acuse de masculinidad toxica.
Es, sobre todo, tener la dicha de mirar a tu alrededor y ver que algunos amigos de aquella adolescencia desordenada siguen aquí, más canosos, más gordos o más calvos, siempre tomando en cuenta que las canas son pelos que dejaron de ser tontos, la gordura es robustez y la calvicie sabiduría, todos con más pastillas en el bolsillo que monedas, siempre dispuestos a una reunión de zoom, con la misma risa fácil, los mismos chistes malos y la misma complicidad que nació en la banca del barrio, en la avenida o en el parque, cuando creíamos que dominábamos el inglés tarareando "Angie" de los Rolling Stones.
Cantábamos con verdadera maestría poliglota "Dust in the wind" como si fuésemos poetas errantes, otros días, en la rockola del Rivera, aparecía Dyango o Leo Dan y la emoción era inigualable. Con esos amigos la edad no pesa, nos burlamos del reguetón como si fuera el enemigo natural de la armonía y la sensatez, brindamos con Raphael por los Iracundos y por Julio Iglesias con Aznavour. Si alguien se atreve a mencionar a Bad Bunny (para nosotros Bugs) fingimos sordera generacional, porque simple y llanamente no estamos para zoquetadas.
Los sesenta son como tierra firme después del oleaje, una edad donde uno ya no quiere conquistar el mundo, sino recorrerlo y recordarlo, como decía Jorge Luis Borges -siempre Borges- "Uno llega a ser grande por lo que lee, no por lo que escribe" habría que agregar también, por lo que se escuchó, cuando la música tenía buena letra, color, ritmo, armonía y propósito, tal como el toreo bueno.
Seguramente hay jóvenes y jovenzuelos que digan que ahora la música es "más libre, más diversa, más inclusiva" a lo que habrá que responder con aquella sonrisa compasiva que solo dan los años: "si, también los gatos hacen sonidos diversos, pero eso no es música". No cabe duda que, la libertad sin forma es ruido, la diversidad sin calidad es confusión y la inclusión sin talento, es solo un karaoke ideológico.
No se trata de denostar lo nuevo, sino defender lo que tenía alma y sustancia, de recordar que antes se grababan discos o álbumes completos, no sencillos pegajosos para TikTok. Antes (no antiguamente), se escribían letras con fondo, con historias que podían cambiar la vida, hoy apenas podrían cambiar el genio. No es nostalgia, es superioridad estética.
Así que sí, escribimos esta oda al pasado, a los Bee Gees con su tono celestial, a Rocío Durcal haciendo dueto de rancheras, a la Jurado con la fuerza desde su balcón de Chipiona, a ABBA componiendo pop con la estructura de una sinfonía, a Soda Stereo corriendo su persiana americana cuando pase el temblor, todo de modo genial. Ah, esos tiempos en que la música era arte y no producto. Escribimos para los amigos que aún se saben las letras de esas canciones de memoria, incluso cuando se les olvida las putas llaves.
Quizás lo pensó y lo dijo mejor Milan Kundera en su "Insoportable levedad del ser" de cuyas reflexiones sobre el tiempo, el olvido y la subjetividad de los recuerdos, se puede colegir que la memoria no guarda películas, sino que guarda escenas y las nuestras aparecen, recurrentemente, en junio en el pueblo y en diciembre en la capital. Por ello, no cambio mis 60, porque bailamos sin filtros, cantamos sin correcciones, discutimos y aprendimos con pasión y por supuesto, amamos con canciones que no pasaban de moda en una semana.
Ahora, nos retiramos al estudio a ponerle play a un cassette, regalado en nombre del amor secreto de Jaén, abrir un vino y pensar en lo maravilloso que es estar vivo...un poco desafinado, pero con estilo...porque quien quita que ésta pueda ser "Mi gran Noche" ... (O)