Cuando llegamos a ser padres —en mi caso, mamá desde hace 9 años de un niño al que amo con profundidad— nos planteamos ciertos "estilos" y formas de crianza. En ellos incluimos las respuestas emocionales que, conforme los niños y niñas avanzan en la escolaridad, deben aprender a expresar frente a un conflicto o ante algo que no les agrada o les conmueve, ya sea en la convivencia familiar o escolar.
Una de estas respuestas tiene que ver con el acto de defenderse, que según la Real Academia Española, en el contexto emocional o social, implica protegernos de algo que nos causa daño —físico, verbal o emocional—, lo cual puede incluir poner límites, pedir ayuda o expresar lo que sentimos para evitar una agresión o malestar.
Escribo esta columna porque durante estos años he tenido una consigna muy clara: que, frente a una agresión que presencie mi hijo, jamás se quede callado y que acuda a un adulto para contar lo sucedido. Lo que no preví fue decirle exactamente qué hacer cuando el agredido es él mismo y no otro. Siempre fui enfática en que responder con golpes o insultos no era el camino. Tal vez lo fui tanto, que solo al finalizar el año escolar, mi hijo me confesó que un compañero lo había estado molestando e incluso agrediendo verbalmente. Él, por miedo a "responder mal", no había hecho nada.
La consecuencia: un cúmulo de ira contenida sin gestionar, que se transformaba a veces en ansiedad, y otras, en miedo.
Esta experiencia me obligó a replantearme lo que yo misma había inculcado. Pensé en ese viejo refrán: "ojo por ojo y diente por diente", y también en el otro extremo: "poner la otra mejilla". Ninguno me parecía ya una opción. No quería que el miedo, el silencio o la ira se apoderaran de mi hijo.Comprendí que debía encontrar un equilibrio: Ni pedirle que, ante la mínima provocación, responda con violencia, ni insinuar que "no pasa nada".
La escalada de agresiones verbales era real. Desde "oye, sunsho, bájate del columpio" para hacerlo a un lado, hasta manotazos para quitarle la gorra. Y así, día tras día. No entendí del todo frases como: "si te pega, devuélvele el golpe", hasta que lo viví en carne propia. Y entendí que muchas veces he creído que debemos pensar en los demás —lo cual no está mal—, pero sí lo está hacerlo a costa de nuestra propia integridad.
En estas últimas semanas de clase, hice lo que sentí que debía hacer: Fui al colegio, hablé con quienes debía hablar, envié correos hasta obtener respuestas.
Y, sobre todo, comencé a darle a mi hijo herramientas eficaces:
No golpes, pero sí distancia.
No palabras toscas, pero sí firmes.
Le enseñé que incluso extender su brazo frente a un agresor puede marcar un límite claro y respetuoso.
No estoy lista para decir: "si te golpea, golpéalo más fuerte". Pero sí estoy convencida de que el camino es el del autoconocimiento y la gestión emocional:
La autoconciencia (reconocer nuestras emociones, pensamientos y valores),
la autogestión (regular esas emociones),
las habilidades relacionales (establecer vínculos saludables)
y, sobre todo, la toma de decisiones responsables: actuar de forma ética, firme y respetuosa (CASEL, 2025).
Finalmente, concluyo que el camino recorrido no estaba del todo equivocado.
Porque si algo hemos conseguido como padres, es que nuestro hijo tenga una gran capacidad para empatizar con personas de diversos orígenes y culturas, y respetarlas siempre.
Ahora, solo nos falta fortalecer las demás habilidades emocionales que lo preparen mejor para el mundo.
Entonces, ni ojo por ojo, ni siempre la otra mejilla.
Hay un punto medio, y ese, es el que ahora estamos aprendiendo a habitar. (O)