Dos nacionalidades, un par de chefs y el arte de cocinar sus raíces
La historia de Paula Assenhas y Miguel Santamaría Velasco es un de amor, sabor y vértigo. Unidos por la cocina y los recuerdos, construyeron espacios que honran sus orígenes, uno con espíritu argentino, el otro con memoria ecuatoriana.

En una cocina al sur de Buenos Aires, comenzó una historia que se sirve en dos locales llenos de sabor en Ambato. La argentina Paula Assenhas y el ecuatoriano Miguel Santamaría Velasco comparten la vida y la pasión por la cocina, el riesgo de emprender y el sueño de alimentar desde el corazón.

Se conocieron a los veinte, cuando el destino los cruzó en el sur del continente gracias a la hermana de Paula. Ella estudiaba gastronomía; él había llegado desde Ecuador para formarse y encontrar nuevos horizontes. 

"Siempre hubo algo especial en la cocina de mi casa", dice Miguel cuando recuerda las grandes ollas de su abuela, el ir y venir de familiares, los aromas que llenaban el patio. Paula, en cambio, descubrió su vocación de forma más empírica. Ayudó a su hermana, probó recetas familiares y se especializó en la pastelería. 

Vivieron un tiempo a distancia —entre viajes y decisiones— hasta que, dos años después, Paula empacó su carrera, su horno de sueños y su acento argentino. Llegó a la ciudad de las flores y las frutas para comenzar una nueva vida junto a Miguel. "Aquí bien o mal estaba mi mamá, había algo para acomodarse y empezar", cuenta Santamaría. Él ya tenía un camino andado en la industria. Trabajó en hoteles, viajó a Galápagos y sabía que este sitio podía ser ese lugar donde todo cuajara. "Trabajaba con Comisersa que es la operadora del Hotel Ambato, Hotel Conquistador de Cuenca. Ya me estaba ubicando aquí y fue mucho más fácil que Paula venga".

Cuando arribó al país lo primero que hizo fue meterse de lleno en la cocina... de su suegra. Con su ayuda, montó una pequeña cafetería en el centro de la ciudad, con cuatro puestos y un par de mesas, Mientras tanto, él trabajaba como chef ejecutivo en el Hotel Ambato. "Yo inicié la cafetería, pero justo me ofrecieron ese cargo y se quedó ella al frente". Fue su plan para tener ingresos constantes. Creció con ritmo propio y duplicaron el espacio. Era un rincón sencillo, acogedor, con aroma a café recién hecho y con más corazón que presupuesto. "Siempre se llenaba".

Dos años más tarde, ya con la primogénita en camino y tras renunciar a su trabajo en 2015, la pareja atravesó por un momento complicado. Fue entonces cuando apareció una oportunidad con el colegio en donde Miguel estudió. Buscaban a alguien para encargarse del comedor estudiantil. Aceptaron el reto. Pasó el tiempo y un día un primo los animó a ir por más. Con la liquidación de él, los ahorros de su cafetería y muchas ganas, levantaron su primer restaurante de parrilla argentina: Doble Filo. El local era pequeño —menos de 30 personas—, pero la propuesta gustó desde el inicio. "Pegamos", dicen los dos.

Rack de cordero. Foto: cortesía. 

Tras casi tres años de aprendizaje, decidieron separarse de la sociedad y emprender en solitario. Con US$ 20.000 y el golpe de suerte de encontrar una antigua casa en el barrio San Antonio, nació Azar Parrilla Argentina. La propiedad, escondida entre calles estrechas, tenía alma, era generosa en espacio y con un aura de bodegón escondido. 

Ya no eran 30 puestos, sino 70. Era un restaurante argentino con identidad. Tenían mesas, sillas y hasta una cocina equipada. Se enfocaron en lo importante, en el menú. Milanesas crujientes, pastas hechas en casa, cortes de carne más variados, guarniciones creativas y un sabor que intentaba, con los ingredientes disponibles, acercarse lo más posible a los recuerdos de Buenos Aires. 

Mientras este restaurante estaba en funcionamiento, intentaron abrir una nueva propuesta llamada Sabor Argento, pero que llegó justo en el momento equivocado. Inauguraron en septiembre de 2019 y en octubre el país se paralizó por el paro nacional. Después, en el 2020, la pandemia lo detuvo todo. Cerraron y se refugiaron en lo que conocían. Pero Azar tampoco fue inmune al caos. Perdieron ventas, ahorros y hasta a la mamá de Miguel. "Básicamente, quebramos". Con una hija recién nacida, un nuevo departamento por pagar y sin garantías económicas, pasaron de servir platos en salón a vender postres y carnes al vacío para sobrevivir. Intentaron el delivery, pero no era lo mismo. "La carne no llegaba igual. El punto, la experiencia, se perdían", dice Miguel. Todo tambaleó, incluso pensaron en devolver el local. Pero una vez más, apareció una luz.

Dos amigos decidieron apostar por ellos. Invirtieron otros US$ 20.000 y con eso volvieron a abrir en 2021. Esta vez, con más claridad y nuevos planes. Luego, encontraron un local en Ficoa, la zona rosa de Ambato. Invirtieron más de US$ 40.000 para transformarlo por completo. "Queríamos que entres y sientas que estás en Argentina", explica Paula. 

Desde las sillas, la madera, una Mafalda sentada en la entrada, las fotos de Maradona, hasta el fileteado porteño en los muros y la música —rock nacional, nada de tangos cliché—, cada detalle estaba pensado para evocar a la capital argentina que dejaron atrás. Hoy, ese local es una experiencia, una cápsula del país donde se conocieron, que lograron traer —casi intacta— a territorio ecuatoriano. En 2024, este sitio facturó alrededor de US$ 180.000 y durante el 2025 ha tenido un promedio de ingresos mensuales por US$ 45.000. 

Estos soñadores querían más y quisieron darle vida a otro espacio que esta vez traería la tradición ecuatoriana a la mesa. Casa Velasco nació con la misma ambición de siempre, hacer realidad, por fin, ese lugar que llevaba años rondando en sus cabezas. Un restaurante más íntimo, más personal, donde la cocina pudiera ser libre, sin las etiquetas que siempre los ataron a la parrilla y a la carne. Hicieron primero un pop-up llamado ...., un experimento para probar la aceptación de un concepto diferente. Ese ensayo les sirvió como laboratorio para identificar errores, aciertos. Además, esa idea merecía su propio espacio y otra vibra. 

El inmueble lo encontraron en la avenida Miraflores, como si hubiese estado esperando por ellos. Una casa centenaria, antigua residencia del artista Oswaldo Viteri, protegida como patrimonio y con una historia rica en arte, vida y transformación. Reformas mayores no necesitaba, ya fue adaptada antes por otros negocios. Pero lo que sí requería era alma. Y eso fue lo que pusieron: color, identidad, referencias. "Queríamos que se sintiera como la casa de mi abuela", dice Miguel. Y lo lograron: la máquina de coser de su abuelo, un espejo heredado, una televisión antigua,y hasta las recetas familiares que ahora están en la carta. Este lugar es memoria viva.

Virado de piña de la Meche. Foto: Armando Prado.

Su nombre rinde homenaje al apellido materno de Miguel y al espíritu hospitalario que vivía en aquella casa de su infancia. Una casa donde siempre se comía bien, llegaban amigos y desconocidos y donde el buen gusto era parte del día a dia. La propuesta culinaria —"cocina de influencia"— es esa libertad. Platos que nacen de recuerdos, viajes, familia, aprendizajes. Hay churrasco con la salsa de la abuela, empanadas de morocho con un toque moderno, burrata como la que Miguel preparaba en Argentina, corviches con sabor a playa y pan hecho en su propia panadería. Es una cocina afectiva, dicen los chefs, sin pretensiones de etiquetas. 

Invirtieron alrededor de US$ 30.000 y abrieron sus puertas en febrero de 2025. De enero a mayo, lograron una facturación de US$ 166.000. Tienen un aforo de 40 personas adentro y algunos pocos más al aire libre. Su ticket promedio ronda los US$ 20 a 25, aunque también se puede ir solo por un café y algo ligero. El plato es abundante, bien servido, sabroso. Como siempre lo soñaron. Este restaurante es una casa con historia y con herencia. Es un lugar donde cocinar es recordar que cada plato cuenta un pedazo del camino que los trajo hasta aquí. (I) 

Miguel y Paula, en la entrada de Casa Velasco, ubicada en la avenida Miraflores, en Ambato. Foto Armando Prado.